Caballo de Troya
J. J. Benítez
Ya en el vestíbulo, y cuando nos disponíamos a despedirnos de Civilis, otro centurión nos
salió al paso. En latín y casi al oído le comunicó algo. El jefe de los centuriones no respondió a
las palabras de su compañero. Dudó un instante y, por fin, volviéndose hacia nosotros, trató de
excusarse, informándonos que el tribuno de la legión -destacado también con él y sus hombres
desde Cesárea- le aguardaba para proceder a la ejecución de una sentencia.
Aquello era igualmente nuevo para mí y experimenté una gran curiosidad. Pero, aunque no
llegué a despegar los labios, Civilis -que parecía leer los pensamientos de cuantos le rodeabandebió captar mis deseos y, dirigiéndose a José, le hizo saber con un aire de ironía y desprecio
hacia su condición de judío:
-Si así lo deseáis, ahora podéis presenciar una prueba más de la justicia del pueblo
romano...
Ni el anciano ni yo teníamos idea del asunto. Pero la voz del centurión había sonado casi
como una orden y nos apresuramos a seguirle. En compañía del otro oficial, Civilis descendió
por las escaleras, de mármol, dirigiéndose hacia la derecha del patio porticado. Este se hallaba
desierto, con la excepción de aquel legionario que seguía cargando un pesado saco sobre su
cuello y hombros y la del centinela que permanecía a su lado. ¿Dónde estaba el resto de la
tropa?
Pronto iba a salir de dudas.
Al cruzar una de las puertas del ala norte del patio nos encontramos de pronto en una
explanada, también al aire libre, de algo más de 300 pies de longitud por otros 150 de anchura.
Aquel lugar, totalmente cubierto por arena blanca y muy fina, se hallaba dentro del recinto de
la fortaleza, ocupando buena parte de su cara norte. El recinto aparecía perfectamente cercado
por el muro exterior de la Torre Antonia y por el complejo de edificios de la sede romana en sus
restantes alas. En el extremo más oriental se alineaban una decena de tiendas de campaña,
ocupando la totalidad de aquel lado del rectángulo al que nos había conducido el oficial y que según me fue explicando- no era otra cosa que un campo de entrenamiento. Las tiendas,
confeccionadas con pieles de cabra y teñidas en un amarillo terroso, presentaban un techo con
dos vertientes1. Por debajo de estas cubiertas traslucía una serie de listones que constituían el
armazón de cada una de estas barracas, capaz para diez hombres. Según Civilis, la afluencia de
aquellos miles de hebreos a la fiesta anual de la Pascua les obligaba a reforzar la guarnición de
Antonia. Aquellas tiendas de campaña cubrían perfectamente las necesidades de los legionarios
que se trasladaban con él desde Cesárea.
Frente a los «papilio» (nombre que le daban a estas tiendas por la semejanza de sus
cortinas, recogidas en la puerta de entrada, con las alas de las mariposas), el ejército romano
había plantado media docena de postes de algo más de metro y medio de altura. Todos ellos
cargados de muescas, consecuencia de los mandobles que llovían sobre los citados troncos en
los entrenamientos. Algunas de las espadas y lanzas, con un peso que doblaba el de los pilum y
gladius normales, se hallaban clavadas en la arena. Los escudos y cascos reposaban apoyados
sobre aquéllas.
Varios cientos de legionarios -todos ellos libres de servicio a juzgar por su indumentaria- se
habían ido congregando en la explanada, formando corrillos y cambiando impresiones en voz
baja.
Al ver a Civilis, los soldados se apresuraron a abrirle paso, adoptando un respetuoso silencio.
El jefe de los centuriones se detuvo frente a los postes de entrenamientos, saludando al
tribuno y a los centuriones allí reunidos. El primero, mucho más joven que Civilis y que el resto
de los oficiales, constituía un mando intermedio, responsable, más que del mando táctico de la
legión (que era potestad del jefe de los centuriones), de la jefatura del régimen interior de la
misma. En aquella época, sin embargo, su importancia había decrecido notablemente. Una de
sus funciones, precisamente, era la de iniciar la ejecución de una pena capital. Su vestimenta
era prácticamente la misma que la de los centuriones, si bien su toga o capa era violácea y,
generalmente, no portaba armas.
Los oficiales sostuvieron un brevísimo consejo y, acto seguido, uno de ellos dio la orden para
que el reo fuera conducido a la arena. De pronto los legionarios comenzaron a arremolinarse
alrededor de otros dos soldados que acababan de entrar en el campo de adiestramiento. Cada
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En el argot popular, el hecho de vivir o permanecer en un campamento de estas características -con tiendas de
piel de cabra- era conocido entre los soldados romanos como sub pellibus esse: «estar bajo las pieles». (N. del m.)
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