Caballo de Troya
J. J. Benítez
Y soltando una de aquellas grasientas empanadas de ubre de cerda, comenzó a reír a
carcajadas, al tiempo que hacía una señal al esclavo galo para que le acercara un aguamanil. El
mancebo esperó a que su amo hubiera lavado sus manos y, como si se tratase de una
costumbre habitual, se inclinó sobre el procurador, ofreciéndole su larga y sedosa cabellera.
Pilato, sin mirarle siquiera, fue secándose con el pelo del esclavo.
José y yo cruzamos una mirada de repugnancia.
Pero Poncio había centrado el tema de la conversación en el conocido sentido del humor de
su Emperador y me rogó que le contara algunos de los últimos chistes y anécdotas
protagonizados por Tiberio.
Aquello me pilló tan de improviso que a punto estuvo de costarme un serio percance con el
procurador. Y aún sabiendo que lo que iba a relatarle se debe más a la leyenda e invención
popular que al rigor histórico, eché mano de una anécdota que circuló por Capri en aquellos
años de destierro voluntario del César.
-Se cuenta -comencé, esperando que Eliseo me ofreciera nueva documentación- que no hace
mucho, el Emperador fue asustado por un pescador de la isla, cuando éste se le aproximó para
regalarle un pez. Tiberio, con la crueldad que le caracteriza, mandó que le refregaran la cara
con el pescado. Y, entre ayes de dolor, el pescador -que debía tener un humor tan especial
como el del César- se felicitó por no haberle ofrecido una langosta...
»Al oír esto, el Emperador -siguiendo el humorístico comentario de su súbdito- hizo que
trajeran una langosta con un caparazón erizado de púas, refregándoselo por la cara.
Pilato asintió con la cabeza, exclamando:
-Ese es Tiberio...
Para ese momento, Santa Claus había memorizado ya otros sucesos; algunos, fiel reflejo del
profundo desprecio que sentía Tiberio César por sus semejantes.
Y aún a riesgo de que Poncio los conociera, procedí a relatárselos:
-Se cuenta también, admirado procurador, que, en cierta ocasión, el Emperador recibió a
unos embajadores de Troya, que habían acudido a expresarle su pésame por la muerte del hijo
del César. Como estos troyanos llegaron con bastante retraso, Tiberio les respondió: «Yo, a mi
vez, os doy el pésame a vosotros por la muerte de vuestro gloriosísimo ciudadano Héctor... »
Pilato apuró su enésima copa de vino, reclinándose aún más en los mullidos almohadones de
plumas y haciéndome una señal para que prosiguiera.
-En Roma circula también otra anécdota. Tiberio dio una vez un banquete y los invitados, al
entrar en el triclinium observaron que sobre la mesa sólo había medio jabalí. El César,
entonces, les hizo ver «que medio tenía el mismo sabor que un jabalí entero»...
Tal y como empezaba a suponer, los vapores del vino y la comilona no tardaron en hacer
efecto. Y Poncio, que intentaba sostener su cabeza sobre la palma de la mano derecha,
comenzó a dar súbitas cabezadas.
En un tono algo más bajo conté el que sería el último suceso:
-Hubo veces en que ese humorismo disfrazaba una terrible crueldad. Este fue el caso de un
acontecimiento ocurrido al poco de ser nombrado Emperador. Como sabéis -proseguí sin perder
de vista los cabeceos del gobernador-, cuando Augusto murió dejó en su testamento un
importante legado económico, que Tiberio fue repartiendo poco a poco. Pues bien, cierto día
acertó a pasar un entierro por delante del Capitolio. Y uno de los presentes se acercó al
cadáver, simulando que le hablaba al oído. Tiberio se extrañó y le preguntó por qué había
hecho aquello. El bromista le dijo que le había pedido al muerto que le transmitiera a Augusto
que él no había cobrado todavía. Tiberio enrojeció de ira y dio orden de que lo matasen, «para
que fuera él mismo quien llevase el recado al fallecido emperador Augusto»1.
Al concluir mi exposición, Poncio Pilato yacía ya -boca arriba-, sumido en un profundo sueño.
Y sigilosamente, por consejo del centurión, abandonamos el comedor, mientras uno de los
sirvientes -siguiendo, al parecer, otra rutinaria obligación- iniciaba una más que penosa tarea:
hurgar con una pluma en las fauces de su señor, a fin de provocarle el vómito... y pudiera
disfrutar de las delicias de la siguiente comida.
1
Algunas de estas anécdotas fueron introducidas en el ordenador del módulo siguiendo los textos de Suetonio (Los
doce Césares), Tácito (Tibére ou les six premiers livres des Annales. París, 1768), y Casio Dión (Historia de Roma, LVI,
14) (N. del m.)
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