Caballo de Troya
J. J. Benítez
simplificar mi acceso hasta el procurador romano, mediante este regalo. En principio, la misión
me había hecho entrega de dos únicas piedras de «fulgor verde» -como las definió Plinio- que
deberían ser obsequiadas a Pilato. Pero, sospechando que mi libertad de movimientos en la
jornada del viernes por la Torre Antonia se vería muy condicionada por la voluntad del jefe de
los centuriones, decidí sobre la marcha ganarme igualmente su aprecio. Y nada mejor que
hacerle entrega de una de aquellas bellísimas esmeraldas, las piedras más cotizadas por el
mundo romano después de los diamantes y las perlas1.
Fue la primera -y la única- vez que vi dibujarse una fugaz sonrisa en el rostro casi pétreo de
Civilis. Pilato, en cambio, se mostró generoso en aspavientos, jurándome por sus antepasados
que no olvidaría mi rostro ni mi nombre. (En realidad me contentaba con que aquel espíritu
voluble me recordara, al menos, hasta el viernes...)
Y aunque el procurador trataba de imitar al César en muchas de sus formas y actuaciones especialmente en aquellas que tenían una resonancia pública-, a la hora de comer, en cambio,
distaba mucho de la extrema sobriedad de Tiberio.
El «refrigerio» que habían empezado a servir los esclavos constaba, entre otras «minucias»,
de erizos de mar y ostras traídas expresamente desde los criaderos artificiales del lago Lucrina;
de pollas cebadas y engrasadas sobre empanadas de ostras y otros mariscos como los llamados
por Poncio «bellotas de mar» (negras y blancas). Y todo esto, como «entrada».
El cuarto, quinto y sexto platos fueron aún más sofisticados: solomillo de corzo, pájaros
rebozados en harina y algo que no había visto jamás: ubre y empanadas de ubre de cerda. Y,
como final, morena procedente del Estrecho de Gades (Cádiz) y dátiles sumergidos en un negro
y dulce caldo de las viñas sicilianas.
Aquel banquete estuvo permanentemente regado con el vino que habla traído José, así como
por otros no menos estimables de Lesbos y Chios.
Dada la época del año y el largo viaje que habían soportado las ostras y el resto de los
mariscos, procuré no probarlos, excusándome ante Poncio con una supuesta y aguda dolencia
estomacal. Como contrapartida, me vi en la penosa obligación de degustar aquellas ubres de
cerda...
Entre risas y bromas, Pilato me preguntó si había tenido ocasión de paladear manjares como
aquellos en la mesa de Tiberio, en Capri. Naturalmente -y con gran regocijo por su parte- le
comenté que la frugalidad del César estaba matando de hambre a sus amigos y astrólogos.
(En una oportuna y rápida intervención del módulo, mi hermano completó mi información,
recordándome algunos de los platos favoritos de Tiberio y que Santa Claus había extraído de la
Historia Natural de Plinio el Viejo (XIX, 23 y 28): «Casi exclusivamente vegetales y en especial,
unos espárragos y pepinos que su jardinero cultivaba en cajones con ruedas para trasladarlos al
sol o a la sombra, según el tiempo. También comía unos rábanos que hacía transportar desde la
Germania. Estos vegetales fueron motivo de frecuentes disputas con su hijo Druso II porque
éste se negaba a probarlos. El Emperador era igualmente un fanático de la fruta. Las peras
eran sus favoritas. Tiberio se vanagloriaba de tener en su villa del Tíber el árbol más alto del
mundo. Su sobriedad llegaba al extremo de beber -ya en su vejez- un vino agrio de Sorrento,
parecido al chacolí vasco.»)