Caballo de Troya
J. J. Benítez
águila metálica (probablemente en bronce dorado), con las alas extendidas y un haz de rayos
entre las garras. El segundo, un escorpión, igualmente metálico y con un intenso brillo dorado.
Estas sagradas insignias romanas aparecían montadas sobre sendas astas de más de dos
metros de longitud y provistas de conteras metálicas, con el fin de que pudieran ser clavadas
en tierra o, como en este caso, en una base cuadrangular de madera rojiza.
Siguiendo esa misma pared, el salón presentaba una puerta mucho más sobria y reducida
que la del acceso por el vestíbulo. Por allí había hecho su aparición el sirviente y por allí supuse- podría llegarse hasta las habitaciones privadas del procurador.
El resto del salón se hallaba prácticamente vacío. En total, contabilizando el reducido
comedor que cerraba aquella estancia elipsoidal, el lugar debía medir alrededor de los 18
metros de diámetro superior, por otros 9 de diámetro inferior o máxima anchura. El techo, de
unos 13 metros, y totalmente abovedado, me pareció una muestra más del alarde y
concienzudo trabajo llevado a cabo por Herodes en aquella fortaleza.
Pero mi sorpresa fue aún mayor cuando, al separar las cortinas que dividían el triclinium del
«despacho», una cascada de luz nos inundó a todos. En lugar de un ventanal gemelo al
existente en el otro extremo del salón, los arquitectos habían abierto en el techo un tragaluz
rectangular de más de tres metros de lado, cerrado con una única lámina de vidrio. El sol, en su
cenit, entraba a raudales, proporcionando a la acogedora estancia una luminosidad y un tibio
calor que agradecí profundamente. En el centro se hallaba dispuesta una mesa circular -de
apenas 40 centímetros de alzada-cubierta con un mantel de lino blanco, y presidida por un
centro de fragantes flores de azahar, casi todas de cidro y limonero. Alrededor de la mesa, y
esparcidos por el suelo, se amontonaban un buen número de cojines o almohadones, repletos
de plumas, que servían habitualmente de asiento o reclinatorio.
El ábside que constituía la pared del triclinium -igualmente forrada con madera de cedropresentaba media docena de lucernas o lámparas de aceite (ahora apagadas). Y en la zona que
no era otra cosa que la prolongación de la pared donde yo había contemplado el busto del
César descubrí una estrecha puerta, magistralmente disimulada entre las vetas de los paneles
de cedro. Por allí, precisamente, fueron apareciendo cuatro o cinco esclavos, todos ellos
ataviados con cortas túnicas de color marfileño. Al parecer, procedían de Siria, excepció