Caballo de Troya
J. J. Benítez
Desgraciadamente podían limitarse a un par de pistas.
1ª.» Arlington es un cementerio norteamericano. Yo sabia que se trataba del célebre
camposanto de los héroes de guerra de aquella nación.
Me documenté cuanto pude y comprobé, en efecto, que en dicho lugar existe una tumba que
guarda los restos de un soldado desconocido. Por pura lógica deduje que dicha tumba estaría
custodiada o vigilada por alguna guardia de honor.
¿Podía referirse el mayor a dicho centinela?
2.ª También en el Cementerio Nacional de Arlington está enterrado el presidente Kennedy.
Pero, ¿por qué debía «abrir mis ojos ante John Fitzgerald Kennedy»?
Estos eran los únicos puntos en común que yo había sido capaz de trenzar.
El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington. Esta primera frase me
tenía trastornado. No hacía falta ser muy despierto para comprender que una de las piezas
claves tenía que residir en la palabra «ritual». Una prueba de ello es que el mayor se había
encargado de repetirla en la segunda secuencia.
¿Cuál era ese ritual? ¿Por qué debía ser el centinela quien me lo revelara? ¿Es que tenía que
preguntárselo? Pero, de ser así, ¿a quién debía acudir?
No había vuelta de hoja: el primer paso tenía que ser el desciframiento del maldito ritual.
Sólo así podría saber -eso pensaba yo entonces- qué o quién era «Benjamín»
En cuanto a las dos últimas frases de la clave, sinceramente, prescindí temporalmente de
ellas.
Poco me faltó para llamar a mi buen amigo Chencho Arias, en aquellas fechas director de la
Oficina de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores español. Con toda
seguridad, y merced a sus contactos en Washington, me hubiera despejado parte del camino.
Pero lo pensé dos veces y aparqué la idea. Después de todo, hubieran quedado cuatro frases
más por aclarar...
No había otra solución: tenía que volar a Estados Unidos y enfrentarme al problema a cuerpo
descubierto.
WASHINGTON
A las 11.50 horas del domingo 11 de octubre, el vuelo 903 de la compañía norteamericana
TWA despegaba del aeropuerto de Barajas, alcanzando su nivel de crucero -33 000 pies- en
poco más de 16 minutos.
Nuestra próxima escala -Nueva York- quedaba a miles de millas. Había tiempo de sobra para
planificar la estrategia a seguir una vez en Washington, así como para saborear una fría
cerveza y cambiar impresiones con los colegas y amigos que ocupaban buena parte de aquel
reactor.
Era curioso. Sencillamente increíble...
Por aquellas fechas, mientras yo me estrujaba el cerebro pujando por desentrañar la
enigmática clave del mayor, otro suceso vino a enredar aún más las cosas. En un espléndido
articulo en ABC, el escritor Torcuato Luca de Tena ofrecía a los españoles la primicia sobre unos
fantásticos descubrimientos en los ojos de la Virgen de Guadalupe, en la ciudad de México. Fue
como un escopetazo. Aquel nuevo «cebo» a 10.000 kilómetros precipitó mi decisión de saltar
nuevamente al continente americano.
Aquello justificaba doblemente mi viaje. Sin embargo, por enésima vez tuve que hacer frente
al siempre prosaico pero inevitable capitulo del dinero. Mi plan estaba claro: primero
Washington. Después, México. Esta vez, no obstante, la fortuna me sonrió rápidamente. ¿O no
fue la fortuna? El caso es que, antes de que pudiera complicarme la existencia, una providencial
llamada telefónica desde Madrid me puso al corriente del inminente viaje de SS. MM. los Reyes
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