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Caballo de Troya J. J. Benítez exhaustiva información sobre la figura y la personalidad de Tiberio1. Allí -siguiendo lógicamente las pautas de los artistas de la época, que ocultaban los defectos de las personas a quienes inmortalizaban en piedra o bronce- no aparecían las múltiples úlceras que cubrían su rostro, ni su calvicie, ni tampoco la ligera desviación hacia la derecha de su nariz o el defecto de su oreja izquierda, más despegada que la del otro lado. (Estos dos últimos defectos aparecen con claridad en el llamado busto de Mahón, realizado cuando Tiberio no era aún Emperador.) Sí se observaba, en cambio, una boca caída, consecuencia de la pérdida de los dientes. Excepción hecha de estas «concesiones», el artista sí había plasmado con exactitud la cabeza de aquel polémico e introvertido César: un rostro triangular, de frente ancha y barbilla puntiaguda y breve. En su conjunto, aquel busto emanaba el aire filántropo, resentido y huidizo que caracterizó a Tiberio y que iba a jugar un papel decisivo en la voluntad de su procurador en la Judea a la hora de salvar o condenar a Jesús de Nazaret. (Pero dejemos que sean los propios acontecimientos los que hablen por sí mismos.) De pronto se abrió la gran puerta. José, como yo, acudió presuroso hasta el umbral. Como si hubiera actuado sobre ellos un resorte mecánico, los soldados retiraron sus lanzas, dejando paso a un individuo que vestía la toga romana de los plebeyos. Apenas si tuve tiempo de fijarme en él. Al otro lado, un centurión sostenía la hoja de la puerta. En su mano izquierda sostenía una tablilla encerada, idéntica a la que había visto en el puesto de guardia. Pronunció nuestros nombres y, con una sonrisa, nos invitó a entrar. Aquel salón, más amplio que el vestíbulo, me dejó perplejo. Era ovalado y con las paredes totalmente forradas de cedro. El piso, de madera de ciprés, crujió bajo nuestros pies mientras nos aproximábamos -siempre en compañía del oficial- al extremo de la sala donde aguardaba un hombre de baja estatura: Poncio Pilato. Al vernos, el procurador se levantó de su asiento, saludándonos con el brazo en alto, tal y como siglos más tarde lo harían los alemanes de Hitler. Al llegar junto a la mesa, José hizo una ligera inclinación de cabeza, procediendo después a presentarme. Instintivamente repetí aquella ligera reverencia, sintiendo cómo el gobernador de la Judea me perforaba con sus ojos azules y «saltones»2. Poncio volvió a sentarse y nos invitó a que hiciéramos lo mismo. El centurión, en cambio, permaneció en pie y a un lado de aquella sencilla pero costosa mesa de tablero de cedro y pies de marfil. No llevaba casco, pero si portaba sus armas reglamentarias: espada en su costado izquierdo (al revés que la tropa), un puñal y, por supuesto, la cota de mallas. Su atuendo era muy similar al de los legionarios, a excepción de su capa y del casco. Mientras el anciano de Arimatea le hablaba en griego, ofreciéndole el ánfora de vino, Pilato que no me quitaba ojo de encima- tuvo que notar que la curiosidad era mutua. Sinceramente, la imagen que yo había podido concebir de aquel hombre distaba mucho de la realidad. Su escasa talla -quizá 1,50 metros- me desconcertó. Era grueso, con un vientre prominente, que el procurador intentaba disimular bajo los pliegues de una toga de seda de un difuminado color violáceo y que caía desde su hombro izquierdo, envolviendo y fajando el abdomen y parte del tórax. Bajo este manto, Poncio lucía una túnica blanca hasta los tobillos, igualmente de seda y con delicados brocados de oro a todo lo largo de un cuello corto y grueso. Desde el primer momento me sorprendió su cabello. No podría asegurarlo pero casi estoy seguro que había recurrido a un postizo para ocultar su calvicie. La disposición del pelo cayendo exagerada y estudiadamente sobre la frente- y el claro contraste con los largos cabellos que colgaban sobre la nuca en forma de «crines», delataban la existencia de una peluca rubia. Poco a poco, conforme fui conociendo al procurador, observé un afán casi enfermizo por imitar en todo a su Emperador. Y el postizo parecía ser otra prueba. La calvicie 1 Mi documentación sobre Tiber