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Caballo de Troya J. J. Benítez Nada más pisar la pulida escalinata de mármol blanco, que arrancaba del filo mismo del patio, intuí que nos adentrábamos en la parte noble del edificio. Aquellas escaleras -de escasa pendiente- nos situaron en una especie de vestíbulo rectangular, todo él revestido de finísimos mármoles que -a juzgar por los sutiles veteados grises y azulados- debían haber sido importados por Herodes el Grande desde Chipre y Carrara. Frente a la escalinata que conducía a aquella primera planta de la torre Antonia se abría una puerta doble de casi cinco metros de anchura, primorosamente labrada con palmeras, flores y querubines de entalladura. Allí se veía, una vez más, la mano de los artesanos y constructores fenicios que, posiblemente, se encargaron de la construcción de la fortaleza. A ambos lados de la puerta montaban guardia sendos infantes, cruzando sus pilum en forma de aspa. El centurión se dirigió a uno de ellos, advirtiéndole -supongo- que estábamos en la lista de las audiencias de Poncio Pilato. Segundos después daba media vuelta, y tras levantar su brazo en señal de saludo, desapareció escalinatas abajo. Evidentemente teníamos que esperar. José se dirigió entonces a uno de los laterales del hall, sentándose en una de las sillas en forma de X, sin respaldo y con asiento de cuero, situada sobre una esponjosa alfombra babilónica. A su espalda, por dos espigadas y desnudas ventanas, entraba la claridad y la fría brisa del norte. Procuré imitar a mi acompañante, mientras intentaba fijar en mi memoria los detalles más sobresalientes de aquella estancia. A ambos lados de la puerta se alineaban cuatro grandes esculturas (dos en cada uno de los paños). Las más próximas a los centinelas eran sendos bustos, en mármol igualmente blanco. Las otras sí pude reconocerlas: se trataba de una réplica de las amazonas que se guardan actualmente en el Museo Capitolino de Roma. Los bustos, en cambio, me resultaron irreconocibles. Y sin poder contener mi curiosidad, pregunté a José por el significado de aquellas cabezas, sostenidas sobre magníficos pedestales cilíndricos. El de Arimatea hizo un gesto de disgusto. Y casi a regañadientes me explicó que eran los bustos del César. Uno, situado a la izquierda de la puerta, representaba a Tiberio adolescente. El otro, al Emperador en la actualidad. -… Esas estatuas -continuó José- fueron motivo, hace ya algunos años, de grandes lamentos y dolor para mi pueblo. Nada más llegar a Judea, Poncio Pilato -según el testimonio del anciano- situó dichas imágenes en Jerusalén, aprovechando la oscuridad de la noche. El pueblo judío no aceptaba la presencia de imágenes -ni siquiera las del Emperador romano- y aquello provocó u