Caballo de Troya
J. J. Benítez
-Tendrán que abrirla -repuso el oficial, al tiempo que hacía una señal a uno de los soldados
que contemplaba la escena.
Crucé una rápida mirada con José y éste, sin inmutarse, tomó el ánfora, retirando la tapa de
barro que la cerraba. El legionario se hizo cargo del recipiente, llenando un cacillo de latón.
Después de oler el contenido se llevó el rosado liquido a los labios, bebiendo.
El centurión dio por buena la comprobación y nos rogó que entregáramos las armas. El de
Arimatea le explicó que éramos hombres de paz y que no portábamos espada. Pero el oficial,
sin prestar demasiada atención a las palabras del anciano, ordenó a dos de los centinelas que
registraran nuestro atuendo. Después de palpar costados, cintura, pecho y brazos, los
legionarios movieron negativamente sus cabezas. En ese instante, el concienzudo oficial se fijó
en mi vara.
-Deberás dejarla al cuidado de la guardia -me dijo.
Y antes de que pudiera reaccionar, otro de los romanos me arrebató la «vara de Moisés». El
corazón me dio un vuelco. Aquello no estaba previsto. Y aunque el cilindro de madera había
sido acondicionado para soportar los más violentos vaivenes y encontronazos, el solo
pensamiento de que pudiera ser dañado o extraviado me sumió en una profunda inquietud.
Aquello, además, significaba no poder filmar la entrevista con Poncio Pilato.
Por otra parte, saltaba a la vista que el centurión no estaba dispuesto a dejarme pasar con el
cayado. Si fW&FFW&