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Caballo de Troya J. J. Benítez los discípulos del rabí de Galilea. Añadí que acababa de ver entrar a Judas en el santuario y que temía por la seguridad de Jesús. El ex miembro del Sanedrín (aquel saduceo era uno de los 19 que habían presentado la dimisión ante Caifás) procuró tranquilizarme, asegurándome que aquello no era nuevo. «Somos muchos -repuso- los que sabemos que Judas, el Iscariote, no comparte la forma de ser y de actuar del Maestro.» A pesar de sus palabras, simulé que no quedaba satisfecho y le supliqué que entrara en el Templo y tratara de informarse sobre los planes de Judas. Pero, antes de contestar a mi petición, el sacerdote -que compartía en secreto la doctrina de Jesús- me interrogó a su vez, buscando una explicación a mi extraña conducta. -Yo también creo en el Maestro -le mentí- y no deseo que sea destruido. Mis palabras debieron sonar con tal firmeza que el saduceo sonrió y, dándome una palmadita en la espalda, accedió a mis deseos. Antes de separarnos le anuncié que estaba citado aquella misma mañana con José y que, si le parecía oportuno, podríamos volver a vernos antes de la puesta del sol, en el hogar de su amigo, el de Arimatea. -Sobre todo -insistí con vehemencia-, y por elementales razones de seguridad, esto debe quedar entre nosotros. Mi nuevo amigo quedó conforme y yo, algo más descargado, reanudé mi camino hacia la ciudad baja. Pero, mientras me aproximaba a la casa de José, me asaltó una incómoda duda: ¿le había mentido en verdad al saduceo al afirmar que yo también creía en Jesús de Nazaret? José, el de Arimatea, me recibió con cierta inquietud. Las incidencias en el campamento de Getsemaní y el seguimiento de Judas retrasaron un poco mi llegada a la casa del anciano. Sin pérdida de tiempo, el enjuto amigo de Jesús se envolvió en un lujoso manto de lana, teñido en rojo fuego, cargando un ánfora de mediano tamaño (aproximadamente 1/8 de «efa» o 5,6 litros). La cita con el procurador romano había sido concertada para la hora quinta (alrededor de las once de la mañana) y, al igual que a mí, a José no le gustaba esperar ni hacer esperar. Al salir de la mansión rogué al venerable miembro del Sanedrín que me permitiera cargar aquella jarra. José consintió gustoso y. aunque sentía curiosidad por saber el contenido de la misma, el mutismo de mi acompañante me inclinó a no formular pregunta alguna sobre el particular. El camino hasta la fortaleza Antonia, situada al noroeste de la ciudad, era relativamente largo. Aunque el cuartel general romano disponía de una entrada por el ángulo más occidental del Templo (como creo que ya cité en su momento, esta fortificación se hallaba adosada al inmenso rectángulo que constituía el Santuario y su atrio), José de Arimatea -supongo que por mera prudencia- evitó en todo momento el recinto del Templo. Dejamos atrás el intrincado laberinto de las callejuelas de la ciudad baja, salvando después la breve depresión del valle del Tiropeón, separación natural de los dos grandes y bien diferenciados barrios de Jerusalén: el bajo y el alto. El gran teatro apareció a nuestra izquierda y, poco después, desembocamos en la calle principal de aquella zona alta de Jerusalén. Al igual que la que yo había visto en la ciudad baja, esta calzada -que discurría desde el palacio de Herodes, en el extremo más occidental de la urbe, hasta el muro oeste del templo, en las proximidades de la explanada de Sixto- aparecía adornada con gruesas columnas1. En sus pórticos se alineaban los bazares de los vendedores considerados impuros: desde fabricantes de todo tipo de objetos artísticos (alfareros, herreros, perfumistas, etc.), hasta sastres, comerciantes de lana, etc. El griterío, confusión y «sinfonía» de olores eran idénticos a los del barrio bajo o Akra. José aceleró el paso al cruzar bajo la puerta del Pez, en la intersección d