Caballo de Troya
J. J. Benítez
Cuando el rabí se dirigía ya hacia la entrada del huerto, dispuesto a perderse Dios sabe en
qué dirección, el muchacho que había traído la cesta con las hogazas de pan surgió de entre los
discípulos y corrió tras el Maestro. Al verle, el rabí se detuvo. Juan Marcos había llenado aquella
misma cesta con agua y comida y le sugirió que, si pensaba pasar el día en el monte, se llevara
al menos unas provisiones.
Jesús le sonrió y se agachó, en ademán de tomar la cesta. Pero el niño, adelantándose al
Galileo, agarró el canasto con todas sus fuerzas, al tiempo que insinuaba ron timidez:
-Pero, Señor, ¿y si te olvidas de la cesta cuando vayas a rezar... Yo iré contigo y cargaré la
comida. Así estarás más libre para tu devoción.
Antes de que Jesús pudiera replicar, el muchachito intentó tranquilizarle:
-Estaré callado... No haré preguntas... Me quedaré sentado junto a la cesta cuando te
apartes para orar...
Los discípulos que presenciaban la escena quedaron atónitos ante la audacia de Juan.
Y el Maestro volvió a sonreír. Acarició la cabeza del niño y le dijo:
-Ya que lo ansías con todo tu corazón, no te será negado. Nos marcharemos solos y haremos
un buen viaje. Puedes preguntarme cuanto salga de tu alma. Nos confortaremos y
consolaremos juntos. Puedes llevar el cesto. Cuando te sientas fatigado, yo te ayudaré.
Sígueme…
Y ambos desaparecieron ladera arriba.
Nadie hizo el menor comentario. Los rostros de los apóstoles reflejaban una total
consternación. Era doloroso que un simple niño les hubiera ganado la partida. Supongo que
todos los allí presentes -exceptuando al Iscariote- ardían en deseos de acompañar a su
Maestro. Sin embargo, ninguno había sido capaz de abrir su corazón y hablarle a Jesús con la
sinceridad de Juan Marcos. Y de la sorpresa fueron pasando a un mal disimulado disgusto. A los
pocos minutos, varios de los íntimos se habían enzarzado ya en una agria disputa sobre la
conveniencia de que el rabí se dedicara a caminar por los montes de Judea sin escolta y con un
chico de «los recados» por toda compañía.
Aquella discusión empezaba a fascinarme. Todos aportaban argumentos más o menos
válidos pero ninguno parecía dispuesto a reconocer públicamente la verdadera causa por la que
se habían quedado solos.
La discusión iba caldeándose poco a poco cuando, de pronto, vi salir de la tienda a Judas.
Sigilosamente se encaminó hacia la entrada del huerto, alejándose en dirección a la barranca
del Cedrón. No lo dudé. T &2&V6