Caballo de Troya
J. J. Benítez
No podía entenderlo muy bien. ¿Por qué los discípulos de Jesús de Nazaret se hallaban tan
silenciosos? Aquel desayuno fue tenso. Nadie parecía dispuesto a abrir la boca. Ciertamente, los
acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, el fantasma del decreto del Sanedrín contra
la persona del Maestro, planeaban sobre los corazones de aquellos hombres. Sin embargo,
resultaba chocante que el Nazareno fuera el menos atormentado del grupo. Las espadas
seguían al cinto de algunos de los doce y aquella noche, como en la anterior, se establecería el
rutinario servicio de guardia a las puertas del campamento.
Judas Iscariote fue el último en salir de la tienda. Por sus ojos enrojecidos y su semblante
demacrado tuve la impresión de que no había dormido gran cosa. Apuró su ración y, como sus
compañeros, permaneció sentado, como distraído.
El Maestro, al fin, rompió el silencio, diciendo:
-Hoy quiero que descanséis. Tomaros tiempo para meditar sobre todo lo que ha ocurrido
desde que vinimos a Jerusalén. Reflexionad sobre lo que está a punto de llegar...