Caballo de Troya
J. J. Benítez
posiblemente de algodón-, de unos 30 centímetros de anchura y cosida en uno de sus extremos
a un cordón que se anudaba alrededor de la cintura. Esta parte (la que se hallaba cosida al
delgado cinto) caía cubriendo las nalgas y pasaba después entre las piernas para terminar en
otros dos cordones más cortos, cada uno situado en una esquina de la tela. Esta última franja
del taparrabo era anudada al cordoncillo de la cintura, tapando así los genitales y parte del
vientre de Jesús.
Una vez desnudo, el Galileo se arrodilló junto a la ancha vasija. Introdujo sus manos en el
agua y comenzó a bañar su rostro, pecho, axilas y brazos. En cuestión de segundos, aquel
cuerpo musculoso -sin un gramo de grasa- quedó cubierto por el agua. Acto seguido, el gigante
echó mano de una pastilla cuadrangular de color hueso y comenzó a frotarse con energía. No
tardó en aparecer una débil espuma blanca.
Cuando el Maestro consideró que había quedado suficientemente enjabonado, se inclinó de
nuevo sobre el lebrillo, procediendo al aclarado. Minutos más tarde, el Galileo se incorporaba y
la misma mujer que le había preparado el agua le entregaba un lienzo muy similar al que yo
había visto en la casa de Lázaro y con el que Marta había enjugado mis manos y pies. Jesús
tomó aquella especie de toalla y fue secando su cuerpo. Al concluir echó la cabeza hacia atrás,
sacudiendo sus cabellos. Pero, antes de enfundarse nuevamente su túnica, el rabí extendió sus
manos. Y la mujer vertió sobre sus palmas unas gotas de un líquido aceitoso1. Tal y como era
costumbre en aquella época, el Nazareno extendió la esencia por sus axilas, cuello, torso y
cabellos, cubriéndose seguidamente. Por último, arremangando el filo de la túnica, entró en el
recipiente, lavando sus pies.
Mientras Jesús terminaba de calzarse las sandalias con cintas de cuero, Felipe, Andrés y
otros discípulos comenzaron a salir de la tienda. En ese instante vi aparecer en el campamento
al pequeño Juan Marcos, cargando una cesta. Sin mediar palabra se la entregó a una de las
mujeres, sentándose después junto a la hoguera. Sus ojos no perdieron ya de vista a Jesús.
Algunos de los apóstoles imitaron al Maestro y, tras las abluciones, ocuparon también un
lugar alrededor de las llamas, dispuestos a desayunar.
Las mujeres comenzaron a distribuir leche caliente. Una de ellas retiró el paño que cubría la
cesta de Juan Marcos y, con vivas muestras de alegría, enseñó a los discípulos dos enormes
hogazas de pan. Felipe se hizo cargo de ellas y, tras cortarlas en rebanadas, fue repartiéndolas.
Yo aproveché aquellos momentos para aproximarme al lebrillo donde se había aseado el Señor
y sus hombres y examiné la pastilla cuadrangular de jabón. Al olerlo percibí de inmediato un
gratísimo perfume a romero. Una de las mujeres, al verme tan ensimismado con el jabón, se
adelantó hasta donde yo estaba y, soltando una carcajada, me advirtió:
-Jasón, eso no se come...
La buena mujer no tuvo inconveniente en detallarme cómo confeccionaban aquel jabón.
Cuando no tenían a mano sebo, utilizaban tuétano de vaca. Una vez fundido en agua caliente lo
mezclaban con aceite, añadiéndole esencia de romero -como en este caso- o diferentes
perfumes, tales como tomillo, azahar o zumo de limones. Después, todo era cuestión de vertir
el líquido en unos rudimentarios moldes de madera o de hierro y esperar. Cuando el grupo
tenía tiempo y dinero, las mujeres preferían perfumar el jabón con láudano. Algunos pastores
se dedicaban a su venta. Al parecer les resultaba bastante fácil de obtener: bastaba con que
tuvieran paciencia para peinar las barbas de las cabras que pastaban en los jarales. La resma
en cuestión impregnaba los mechones de pelo de los animales y los pastores, como digo, sólo
tenían que retirarla.
Atento a las explicaciones de la mujer no caí en la cuenta de que alguien se hallaba a mi
espalda. Al volverme recibí una nueva sorpresa. Era Jesús. Traía un humeante cuenco de leche
en su mano izquierda y una rebanada de pan en la derecha. Al ver mi cara de asombro, sonrió
maliciosamente, haciéndome un nuevo guiño e invitándome a que aceptara la colación. Al
tomar el pan y el recipiente, mis dedos rozaron su piel y noté alarmado cómo mi corazón
multiplicaba su bombeo. ¡Qué difícil era conservar la objetividad ante aquel extraordinario
ejemplar humano...!
1
Aquel líquido aceitoso, según me explicó una de las discípulas, era fabricado en Jerusalén, partiendo precisamente
de aquella sustancia pardorojiza que yo había visto exudar a los olivos. Santa Claus confirmaría que dicha materia denominada «goma leca»- está formada por una sustancia blanca y cristalina que se distingue con el nombre de
«Olivila». (N. del m.)
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