Caballo de Troya
J. J. Benítez
ruido se había hecho más claro e intenso. Dejé atrás el olivar y a poco más de diez metros
apareció ante mí una masa pétrea de unos cinco metros de altura, con una entrada más ancha
que alta (tuve que inclinarme para penetrar en ella), que conducía al interior de una gruta
natural. Frente a la cueva se derramaban otras formaciones de caliza blanca, muy erosionadas
por la lluvia y el viento. La presencia de la mole rocosa y de las piedras -de escasamente 30 o
40 centímetros de altura- que ocupaban aquel extremo del huerto explicaban por qué Simón no
había podido aprovechar el lindero norte en el cultivo del olivar. A la derecha de la cueva, y casi
pegado a la roca, crecía un corpulento árbol. Al levantar la vista, el insólito castañeteo quedó
explicado. Se trataba de un cañafístula. Aquel hermoso ejemplar -muy parecido al nogalestaba siendo mecido sin cesar por el viento y sus largos frutos, al chocar entre sí, emitían
aquel penetrante castañeteo. Entre el árbol y el murete de piedra, adosado en aquel punto a la
cara este de la cueva, descubrí una pequeña plantación de gálbano y tragacanto, ambos de
reconocidas virtudes medicinales.
La gruta, prácticamente sumida en la oscuridad, tenía unos 19 metros de profundidad por
otros 10 de anchura. Su techo, muy bajo en los primeros metros de la entrada, se hacia
bastante más alto en el interior. Las paredes habían sido encaladas. En uno de sus laterales -el
que quedaba orientado hacia el este- aparecían dos prolongaciones o grutas más pequeñas. En
una de ellas había una prensa de madera, destinada, sin duda, a la trituración de la aceituna, a
juzgar por el olor y los restos de aceite que, medio reseco, impregnaban aún el interior de la
prensa. Una larga viga, que hacía las veces de brazo de la prensa, se incrustaba en una
pequeña cavidad situada a poco más de un metro, en la pared meridional de la gruta.
Al fondo, en la cara norte, sobre una estera, descansaban varios sacos. Dos de ellos
contenían trigo y los tres restantes, higos secos, legumbres de diferentes tipos, cebollas,
puerros, ajos, etc. (Después supe que se trataba del suministro que Felipe había comprado en
la mañana del día anterior y que constituía la dieta básica de los hombres que formaban el
campamento.)
Inspeccioné también la parte exterior de la gruta, comprobando cómo por su cara norte -en
el extremo opuesto a la entrada- había sido practicado un canalillo que descendía hasta una
especie de pila de depuración. Simón había excavado la cima de la enorme roca, aprovechando
así las aguas de lluvia que descenderían por el citado canalillo hasta la pila. De allí, una vez
filtrada, el agua era acumulada en una concavidad inferior, practicada también en la roca.
Una vez satisfecha mi curiosidad, retorné al campamento, siguiendo esta vez el muro
occidental. Al llegar a la entrada del huerto, algunas de las mujeres del grupo de Jesús se
afanaban ya en torno a un incipiente fuego. Mientras dos de ellas molían el grano, preparando
la harina de trigo, otras acarreaban agua, llenando varios lebrillos. A la derecha de la cancela, y
pegada al muro, se hallaba la gran cuba de piedra que yo había visto la noche anterior. Se
trataba de una vieja almazara o molino de aceite de unos cuatro metros de diámetro,
perfectamente circular y con un parapeto de 80 o 90 centímetros de altura. Estaba vacía. Un
pesado tronco, totalmente ennegrecido e insertado por uno de sus extremos en un nicho
abierto en el muro de piedra, descansaba en el centro geométrico de la cuba. Aquella viga
había sido provista de grandes losas circulares y planas, sujetas al segundo extremo mediante
gruesas sogas que las atravesaban por sendos orificios centrales. Por lo que pude deducir,
cuando la almazara se llenaba de aceituna, este enorme peso en la punta del madero debía
actuar como prensa, machacando el fruto. En el fondo de la cuba se amontonaban también
grandes capazos de esparto, utilizados posiblemente para el transporte de la aceituna.
Me encontraba aún inspeccionando la cuba cuando, a eso de las siete, vi aparecer en el claro
a Jesús de Nazaret. Era el primero en abandonar la tienda destinada a los hombres. Me quedé
quieto. El gigante, que se había desembarazado del manto, estaba descalzo. Caminó unos
pasos hacia la fogata y, tras saludar a las mujeres, aproximó las palmas de sus largas manos al
fuego, procurando entrar en calor. Después, levantando el rostro hacia el azul del cielo, cerró
sus ojos, llevando a cabo una profunda inspiración. Su piel bronceada se iluminó con la caricia
de aquellos tibios rayos solares.
Una de las mujeres sacó al Maestro de aquellos placenteros momentos, indicándole que tenía
listo el lebrillo de barro con el agua para su aseo. Jesús correspondió a la discípula con una
sonrisa y, con toda naturalidad, tomó su túnica blanca por el amplio cuello, sacándola por la
cabeza. Bajo aquella vestidura, el rabí cubría sus nalgas y bajo vientre con una especie de
taparrabo, también de color blanco. La pieza consistía en una sencilla banda de tela 143