Caballo de Troya
J. J. Benítez
El caso es que, al fin, ambos nos encontramos ante el muro de piedra de metro y medio de
altura que cercaba íntegramente el impresionante «castillo», sede de Poncio Pilato mientras
durasen las fiestas de la Pascua.
Aunque ya había tenido la oportunidad de contemplar a una cierta distancia a los legionarios
que fueron enviados precisamente desde la Torre Antonia para poner orden en la explanada de
los Gentiles, cuando Jesús de Nazaret provocó la estampida de los bueyes, la presencia de los
centinelas romanos a las puertas de aquel muro me conmovió.
José se dirigió en arameo a uno de ellos. Pero el soldado no comprendía la lengua del
israelita. Un tanto contrariado, el del Arimatea le habló entonces en griego. Sin embargo, el
legionario siguió sin entender. En vista de lo penoso de la situación, el joven romano -supongo
que no tendría más de 20 o 25 años- nos hizo una señal para que esperásemos y, dando media
vuelta, se encaminó hacia el interior. El segundo centinela permaneció mudo e impasible,
cerrando el paso con su largo pilum o lanza. Bajo su brillante y verdoso casco de hierro y
bronce, los ojos del legionario no nos perdían de vista. El soldado vestía el habitual traje de
campaña: una cota trenzada por mallas de hierro y enfundada como si fuera una túnica corta
(hasta la mitad del muslo) y que protegía la totalidad del tronco, vientre y arranque de las
extremidades inferiores. Esta coraza, de gran flexibilidad y solidez, se hallaba en contacto
directo con un jubón de cuero de idénticas dimensiones y forma que la cota de mallas. Por
último, el pesado atuendo descansaba a su vez sobre una túnica de color rojo, provista de
mangas cortas y sobresaliendo unos diez o quince centímetros por debajo de la armadura,
justamente por encima de las rodillas.
Unas sandalias, de gruesas suelas de cuero, protegían los pies con un engorroso sistema de
tiras -también de cuero- perfectamente cosidas a todo el perímetro del calzado. (En una
oportunidad posterior, al examinar una de aquellas concienzudas sandalias, conté hasta 50 tiras
de piel de vaca curtida.) El soldado cerraba estos cordones por la parte superior del pie y a la
altura de los tobillos. Pero fue después, ya en el patio de la fortaleza, cuando tendría la ocasión,
como digo, de descubrir una de las temidas características de esta prenda.
Completaba su atuendo un cinturón de cuero, de unos cinco centímetros de anchura,
revestido de un sinfín de cabezas de clavo. Desde el centro caían ocho franjas, igualmente de
cuero, cubiertas por pequeños círculos metálicos. Este adorno tenía, sobre todo, la misión de
proteger el bajo vientre del legionario. En su costado derecho colgaba la famosa espada, tipo
«Hispanicus», de 50 centímetros, perfectamente envainada en una funda de madera con
refuerzos de bronce. En el costado opuesto, la «semispatha» o puñal, de una longitud
aproximada a la mitad del «gladius Hispanicus».
Apoyados sobre una de las esquinas de la puerta del muro observé los escudos de ambos
centinelas. Eran rectangulares y de unos 80 centímetros de altura. Presentaban una ligera
convexidad y en el centro, un «umbón» o protuberancia circular de metal, decorado con una
águila amarilla que resaltaba sobre el fondo rojo del resto del escudo. Aparecían orlados con un
borde metálico y primorosamente pintados en su zona central por cuatro cuadrados
concéntricos (de menor a mayor: negro, amarillo, negro y amarillo). Los ángulos del más
grande habían sido sustituidos por sendas esvásticas o cruces gamadas, también en negro. Las
empuñaduras las formaban dos correas: una para el brazo y la otra para la mano.
Pero, lo que sin duda me fascinó de aquel equipo de combate fue la lanza. Aquel pilum debía
medir algo más de dos metros, de los cuales, al menos la mitad correspondía al hierro y el
resto al fuste. Este, de una madera muy liviana, no tenía un diámetro superior a los 30
milímetros. El asta había sido empotrada en el hierro. En la zona media del arma observé un
refuerzo cilíndrico, muy breve, que servía de empuñadura y, posiblemente, para regular el
centro de gravedad de la jabalina. Conforme fui conociendo la vida y organización de aquel
ejército comprendí cómo y por qué había llegado tan lejos en sus conquistas...
El legionario captó mi mirada -absorta en el acero reluciente de la punta de flecha en que
terminaba su lanza- y, con una sonrisa maliciosa, inclinó el pilum hasta que el afilado extremo
quedó a un palmo de mi pecho. José se asustó. Por un instante traté de imaginar qué habría
sucedido si el soldado hubiera intentado clavarme el arma. Probablemente, el susto del
centinela, al ver que su pilum se quebraba o que no penetraba en mi torso, hubiera sido mayor
que el mío. La «piel de serpiente» que cubría mi cuerpo estaba perfectamente diseñada para
resistir un embate de ese tipo.
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