Caballo de Troya
J. J. Benítez
Jesús, sentado al otro lado de la hoguera, jugueteaba con un palo, removiendo la candela.
Aquellas altas llamas daban a su rostro una extraña majestad. Con una paciencia envidiable, el
Nazareno miró a Tomás por encima del fuego, respondiéndole:
-Ni siquiera tú, Tomás, aciertas a comprender lo que he estado diciendo. ¿No os he
enseñado que vuestra relación con el reino es espiritual e individual? ¿Qué más debo deciros?
La caída de las naciones, la rotura de los imperios, la destrucción de los judíos no creyentes, el
fin de una época e, incluso, el fin del mundo, ¿qué tienen que ver con alguien que cree en este
evangelio y que ha cobijado su vida en la seguridad del reino eterno? Vosotros, que conocéis a
Dios y creéis en el evangelio, habéis recibido ya la seguridad de la vida eterna. Puesto que
vuestras vidas están en manos del Padre, nada os debe preocupar. Los ciudadanos de los
mundos celestiales, los constructores del reino, no deben preocuparse Por las sacudidas
temporales o perturbarse por los cataclismos terrestres. ¿Qué os importa a vosotros si las
naciones se hunden, las épocas finalizan o todas las cosas visibles caen, si sabéis que vuestra
vida es un regalo del Hijo y que está eternamente segura en el Padre? Habiendo vivido la vida
temporal con fe y habiendo entregado los frutos del espíritu como prueba de servicio por
vuestros semejantes, podéis mirar adelante con confianza.
»Cada generación de creyentes debe llevar adelante su obra, con vistas al posible retorno
del Hijo del Hombre, exactamente igual a como cada creyente particular lleva adelante su vida,
con vistas a la inevitable y siempre pronta muerte natural. Cuando os hayáis establecido como
hijos de Dios, nada más debe preocuparos. ¡Pero no os equivoquéis. Esta fe viva pone de
manifiesto -cada vez más- los frutos de aquel divino espíritu que fue inspirado por primera vez
en el corazón humano. El que hayáis aceptado ser hijos del reino celestial no os salvará de
conocer el rechazo persistente de esas verdades que tienen que ver con los frutos progresivos
espirituales de los hijos encarnados de Dios. Vosotros, que habéis estado conmigo en los
asuntos del Padre en la tierra, podéis, incluso, abandonar ahora ese reino. Si veis que no os
gusta la forma del servicio de la humanidad al Padre, como individuos y como creyentes, oídme
mientras os digo una parábola...
Sin querer, al escuchar aquellas últimas frases de Jesús, desvié mi mirada hacia Judas
Iscariote. El hombre que ya había desertado en su coraz