Caballo de Troya
J. J. Benítez
De todas las enseñanzas del Nazareno, ninguna, en mi opinión, resultó tan confusa como
aquélla para las mentes de sus apóstoles y simpatizantes. Cuando uno lee lo que fue escrito
lustros después de su muerte respecto a esta segunda venida y a la destrucción de Jerusalén, y
conoce, como yo, el verdadero sentido del discurso de Jesús en aquel atardecer del martes, no
puede por menos que sentir una gran desolación. Al menos en esta parte, los evangelios
canónicos fueron pésimamente construidos. Pero, desgraciadamente, no iba a ser éste el único
pasaje ignorado o mal interpretado por los evangelistas...
Una luna casi llena se levantaba ya por el este cuando el grupo reemprendió el camino.
Jesús, a la cabeza, continuó por la accidentada cima del Olivete, siempre en dirección norte. Al
llegar a las proximidades del campamento público, donde se habían instalado los peregrinos
procedentes de Galilea, el Maestro se desvió hacia la derecha, procurando rodear las tiendas y
el sinfín de hogueras que se distinguían a corta distancia, en la ladera occidental del monte.
Evidentemente, el rabí no deseaba un nuevo encuentro con sus paisanos y amigos. Minutos
más tarde, cuando nos hallábamos frente al santuario del templo, comenzamos a descender
hacia el Cedrón, cruzando una de las veredas que lleva desde Jerusalén a Betania. La oscuridad
no me permitía distinguir con claridad el entorno pero deduje que no debía encontrarme muy
lejos del «punto de contacto», donde