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Caballo de Troya J. J. Benítez duro en su interior. La curiosidad, difícilmente contenida durante aquellos días, se desbordó y procedí a abrirlo con todo el cuidado de que fui capaz. Al asomarme a su interior, la decepción estuvo a punto de provocarme un paro cardíaco. ¡Estaba vacío! O, mejor dicho, casi vacío. Minuciosamente pegada a las paredes del sobre, mediante una transparente tira de cinta adhesiva, había una llave. La arranqué sin poder contener mi desencanto y la fui pasando de una a otra mano, sin saber qué pensar. procuré tranquilizarme, engañándome a mí mismo con los más dispares argumentos. Pero la verdad desnuda y fría seguía allí -frente a mí- en forma de llave. Para colmo, aquella pieza de cuatro centímetros escasos de longitud no presentaba un solo signo o inscripción que permitiera algún tipo de identificación. Había sido usada, eso estaba claro. Pero, ¿dónde? Durante horas me debatí entre mil conjeturas, mezclando lo poco que me había adelantado el mayor con un laberinto de especulaciones y fantasías propias. El resultado final fue un serio dolor de cabeza. «Aquí tienes la primera entrega...» ¿Qué misterio encerraba aquella frase? Y, sobre todo, ¿en qué podía consistir «el resto»? «... El resto llegará a tu poder cuando yo muera.» Lo único claro -o medianamente claro- en todo aquel embrollo era que la información en cuestión (o lo que fuera), debía de guardar alguna relación con aquella llave. Pero, ¿cuál? Era absolutamente necesario esperar, a no ser que quisiera volverme loco. Y eso fue lo que hice: aguardar pacientemente. Durante la primavera y el verano de 1981, las cartas del mayor fueron distanciándose cada vez más en el tiempo. Finalmente, hacia el mes de julio, y con la consiguiente alarma por mi parte, el fiel Laurencio fue el encargado de responder a mis escritos. ...El mayor -me decía en una de las últimas misivas- ha entrado en un profundo estado de postración. Apenas si puede hablar... Aquellas letras auguraban un rápido y fatal desenlace. Mentalmente, incluso me preparé para un nuevo y postrer viaje al Yucatán. Por encima de mi innegable y sostenido interés llamémosle periodístico- había prevalecido, gracias a Dios, un arraigado afecto hacia aquel anciano prematuro. Bien sabe Dios que hubiera deseado estar junto a él en el momento de su muerte. Pero el destino me reservaba otro papel en esta desconcertante historia. ¿Fue casualidad? Sinceramente, ya no sé qué pensar... El caso es que aquel 7 de septiembre de 1981 -fecha de mi cumpleaños- llegó a mi poder una nueva carta procedente de Chichén Itzá. En unas lacónicas frases, Laurencio me anunciaba lo siguiente: ..Tengo el doloroso deber de comunicarle que nuestro común hermano, el mayor, falleció el pasado 28 de agosto. Siguiendo sus instrucciones, le adjunto un sobre que sólo usted deberá abrir... Aunque la noticia no me cogió por sorpresa, debo confesar que la desaparición de mi amigo me sumió durante varios días en una singular melancolía, comparable quizá con la tristeza que me produjo un año después el fallecimiento de otro entrañable maestro y amigo: Manuel Osuna. Aquella misma tarde del 7 de septiembre, con el ánimo encogido, conduje mí automóvil hasta los acantilados de Punta Galea. Y allí, frente al azul y manso Cantábrico, recé por el mayor. Allí mismo, en medio de la soledad, quebré el lacre que protegía el sobre y extraje su contenido. Curiosamente, en contra de lo que yo mismo hubiera imaginado semanas atrás, en aquellos instantes mi alocada curiosidad y el desenfrenado interés por desentrañar el misterio del mayor pasaron a un segundo plano. Durante más de dos horas, la ansiada segunda entrega permaneció casi olvidada sobre el asiento contiguo de mí coche. 14