Test Drive | Seite 13

Caballo de Troya J. J. Benítez hubiera deseado. Por un mínimo de delicadeza hacia mi amigo, y porque había empezado a estimarle, al margen incluso de la prometida información, opté por suspender los tímidos y disimulados sondeos. Cada vez que me lanzaba a la operación de rastreo, un sentimiento de repugnancia hacia mí mismo terminaba por embargarme. Era como si estuviera traicionándole... Decidí cortar tales maniobras, prometiéndome a mí mismo que sería implacable, si llegaba el caso de que la supuesta información secreta acababa por fin en mi poder. Sin embargo, y gracias a aquellas primeras averiguaciones, confirmé como positivos algunos de los datos que el mayor me había facilitado sobre su persona: era, efectivamente, de nacionalidad norteamericana, su pasaporte aparecía en regla y había pertenecido a la USAF. Aunque él quizá no lo supo nunca, antes de regresar a España yo sabía ya su verdadera identidad, así como otros pequeños detalles sobre su limpia y apacible vida en el Yucatán. Todo esto, como es lógico, me tranquilizó e hizo crecer mi curiosidad e interés por esa información de la que tanto me había hablado el mayor. Antes de partir, al anunciarle al ex oficial mi intención de volver a mi país, le expuse con toda claridad mi inquietud ante su deteriorado estado de salud y la no menos inquietante circunstancia, al menos para mí, de no haber obtenido ni la más mínima pista sobre el celoso secreto que decía tener. El mayor rogó a Laurencio que le acercara un sobre blanco que descansaba en uno de los anaqueles de la alacena del pequeño salón donde conversábamos. Con gesto grave lo puso en mis manos y comentó: -Aquí tienes la primera entrega. El resto llegará a tu poder cuando yo muera... Examiné el sobre con un cierto nerviosismo. -Está cerrado -apunté-. ¿Puedo abrirlo? -Te suplicaría que lo hicieras lejos de aquí... Quizá en el avión. Mientras lo guardaba entre las hojas de mi pasaporte, mi amigo adoptó un tono más relajado: -Gracias. Es preciso que comprendas que tu búsqueda empieza ahora. -¿Mi búsqueda?... pero, ¿de qué? El mayor no respondió a mis preguntas. -Sólo te pido que sigas creyendo en mi y que empeñes todo tu corazón en descifrar la clave que te conducirá a mi legado. -Sigo sin comprender... -No importa. Ahora, antes de que nos abandones, tienes que prometerme algo. El mayor se puso en pie y yo hice lo mismo. En un extremo de la estancia, Laurencio asistía a la escena con su proverbial mutismo. -Prométeme -me anunció el anciano, al tiempo que levantaba su mano derecha- que, ocurra lo que ocurra, jamás revelarás mi identidad... A pesar de mi creciente confusión, levanté también mi mano derecha y se lo prometí con toda la solemnidad de que fui capaz. -Gracias otra vez -murmuró el mayor mientras se dejaba caer lentamente sobre la silla-. Que Dios te bendiga... ESPAÑA Aquella fue la segunda y última vez que vi con vida al mayor. Al regresar a España, y mientras mi avión sobrevolaba los cráteres del Popocatepetl, tomé en mis manos el misterioso sobre que me había dado el norteamericano. Lo palpé lentamente y, con sorpresa, adiviné algo 13