Caballo de Troya
J. J. Benítez
hubiera deseado. Por un mínimo de delicadeza hacia mi amigo, y porque había empezado a
estimarle, al margen incluso de la prometida información, opté por suspender los tímidos y
disimulados sondeos. Cada vez que me lanzaba a la operación de rastreo, un sentimiento de
repugnancia hacia mí mismo terminaba por embargarme. Era como si estuviera
traicionándole...
Decidí cortar tales maniobras, prometiéndome a mí mismo que sería implacable, si llegaba el
caso de que la supuesta información secreta acababa por fin en mi poder.
Sin embargo, y gracias a aquellas primeras averiguaciones, confirmé como positivos algunos
de los datos que el mayor me había facilitado sobre su persona: era, efectivamente, de
nacionalidad norteamericana, su pasaporte aparecía en regla y había pertenecido a la USAF.
Aunque él quizá no lo supo nunca, antes de regresar a España yo sabía ya su verdadera
identidad, así como otros pequeños detalles sobre su limpia y apacible vida en el Yucatán. Todo
esto, como es lógico, me tranquilizó e hizo crecer mi curiosidad e interés por esa información
de la que tanto me había hablado el mayor.
Antes de partir, al anunciarle al ex oficial mi intención de volver a mi país, le expuse con
toda claridad mi inquietud ante su deteriorado estado de salud y la no menos inquietante
circunstancia, al menos para mí, de no haber obtenido ni la más mínima pista sobre el celoso
secreto que decía tener.
El mayor rogó a Laurencio que le acercara un sobre blanco que descansaba en uno de los
anaqueles de la alacena del pequeño salón donde conversábamos. Con gesto grave lo puso en
mis manos y comentó:
-Aquí tienes la primera entrega. El resto llegará a tu poder cuando yo muera...
Examiné el sobre con un cierto nerviosismo.
-Está cerrado -apunté-. ¿Puedo abrirlo?
-Te suplicaría que lo hicieras lejos de aquí... Quizá en el avión.
Mientras lo guardaba entre las hojas de mi pasaporte, mi amigo adoptó un tono más
relajado:
-Gracias. Es preciso que comprendas que tu búsqueda empieza ahora.
-¿Mi búsqueda?... pero, ¿de qué?
El mayor no respondió a mis preguntas.
-Sólo te pido que sigas creyendo en mi y que empeñes todo tu corazón en descifrar la clave
que te conducirá a mi legado.
-Sigo sin comprender...
-No importa. Ahora, antes de que nos abandones, tienes que prometerme algo.
El mayor se puso en pie y yo hice lo mismo. En un extremo de la estancia, Laurencio asistía
a la escena con su proverbial mutismo.
-Prométeme -me anunció el anciano, al tiempo que levantaba su mano derecha- que, ocurra
lo que ocurra, jamás revelarás mi identidad...
A pesar de mi creciente confusión, levanté también mi mano derecha y se lo prometí con
toda la solemnidad de que fui capaz.
-Gracias otra vez -murmuró el mayor mientras se dejaba caer lentamente sobre la silla-.
Que Dios te bendiga...
ESPAÑA
Aquella fue la segunda y última vez que vi con vida al mayor. Al regresar a España, y
mientras mi avión sobrevolaba los cráteres del Popocatepetl, tomé en mis manos el misterioso
sobre que me había dado el norteamericano. Lo palpé lentamente y, con sorpresa, adiviné algo
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