Caballo de Troya
J. J. Benítez
Y dando media vuelta se encaminó a la puerta de salida. Consulté la hora local y comprobé
que tenía dos horas escasas para llegar hasta el pozo sagrado de los mayas. Yo había visitado
en otras oportunidades el recinto arqueológico de la recóndita población de Chichén Itzá, al este
de Mérida, y en plena selva de la península del Yucatán. Conocía también los dos famosos
cenotes -el sagrado y el profano- situados a corta distancia de la ciudad y que, según los
arqueólogos, pudieron ser utilizados por los antiguos mayas como depósitos naturales de agua
y, en el caso del cenote sagrado, como centro religioso en el que se practicaban sacrificios
humanos.
Al ver alejarse el Toyota negro que conducía Laurencio, me concedí un respiro, tratando de
poner en orden mis ideas. Por supuesto, no tardé en reprocharme aquella seca y radical actitud
mía para con el emisario del mayor. En especial, a la hora de regatear con los taxistas que
montaban guardia al pie del aeropuerto...
Después de no pocos tira y afloja, uno de los chóferes aceptó llevarme por 850 pesos. Y a
eso de las dos de la tarde -sin probar bocado y con la ropa empapada por el sudor- el taxi enfiló
la ruta número 180, en dirección a Chichén.
Tal y como había prometido, el taxista cubrió los 120 kilómetros que separan Mérida de
Chichén Itzá en poco más de hora y media. Tras una vertiginosa ducha en el hotel de la Villa
Arqueológica, me dirigí al lugar elegido por el mayor. A las cuatro en punto, a paso ligero y con
el corazón en la boca, dejé atrás la impresionante pirámide de Kukulcán y la plataforma de
Venus, adentrándome en la llamada Vía Sagrada, que muere precisamente en un cenote u olla
de casi sesenta metros de diámetro y cuarenta de profundidad.
Antes de alcanzar el filo del pozo sagrado distinguí a dos personas sentadas al pie de una
frondosa acacia de florecillas rosadas. Al verme, una de ellas se incorporó. Era Laurencio.
Reduje el paso y mientras me aproximaba sentí una incontenible oleada de vergüenza. Una vez
más me había equivocado.
Pero aquel sentimiento se esfumó a la vist a de la segunda persona. Quedé atónito. Era el
mayor, pero con veinte años más de los que aparentaba cuando le conocí en Villahermosa.
Permaneció sentado sobre la plataforma de piedra del viejo altar de los sacrificios,
observándome con una mezcla de incredulidad y emoción. Lentamente, en silencio, dejé
resbalar la bolsa de las cámaras, al tiempo que Laurencio le ayudaba a incorporarse. El mayor
extendió entonces sus largos brazos y, sin saber por qué, dejándome arrastrar por mi corazón,
nos abrazamos.
-¡Querido amigo! -susurró el anciano-. ¡Querido amigo!...
Sus penetrantes ojos, ahora hundidos en un rostro calavérico, se hablan humedecido. Algo
muy grave, en efecto, había minado su antigua y gallarda figura. Su cuerpo aparecía encorvado
y reducido a un manojo de huesos, bajo una piel reseca y salpicada por corros marrones de
melanina. Una barba blanca y descuidada marcaba aún más su decadencia.
Intenté esbozar una disculpa, estrechando la mano de Laurencio, pero éste, sin perder la
sonrisa, me rogó que olvidara el incidente del aeropuerto.
El mayor, apoyándose en mi hombro, me sugirió que caminásemos un poco hasta el prado
que rodea a la pirámide de Kukulcán.
Con paso vacilante y un sinfín de altos en el camino, fuimos aproximándonos al castillo o
pirámide de la Serpiente Emplumada. Así, en aquella primera jornada en Chichén Itzá, supe de
labios del propio mayor que su fin estaba próximo y que, en contra de lo que pudiera imaginar,
su muerte fijaría precisamente el comienzo de mi labor.
Supe también que -tal y como me había insinuado en otras ocasiones- su «enfermedad» era
consecuencia de un fallo no previsto en un proyecto secreto llevado a cabo años atrás, cuando
él todavía pertenecía a las fuerzas aéreas norteamericanas. Cuando le interrogué sobre dicho
proyecto, sospechando que podía guardar una estrecha relación con la información que había
prometido darme, el mayor me rogó que siguiera siendo paciente y que esperase un poco más.
Durante dos días, mi vida transcurrió prácticamente en la pequeña casita de una planta, a
las afueras de Chichén, y muy próxima a las grutas de Balankanchen, en la carretera que
discurre en dirección a la Valladolid maya. Allí, Laurencio y su mujer venían cuidando a mi
amigo desde hacía seis años.
Ni que decir tiene que aproveché aquella magnífica oportunidad para bucear en la medida de
lo posible en el pasado y en la identidad del mayor. Sin embargo, mis pesquisas entre las
diversas autoridades policiales y las gentes de Chichén no fueron todo lo fructíferas que yo
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