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Caballo de Troya J. J. Benítez considerable extensión -como el discurso que pronunciaba en aquellos momentos-, iba a resultar poco menos que imposible que sus palabras pudieran ser recogidas en el futuro con integridad y total fidelidad. Era una lástima que ninguno de aquellos hombres se hubiera propuesto la importantísima misión de ir recogiendo las pláticas y hechos que protagonizó el Nazareno. Aquella misma noche, en el campamento del Olivete, tendría ocasión de comprobar que no estaba equivocado en mis apreciaciones personales... -… Pero yo os ofrezco en nombre de mi Padre misericordia y perdón. Incluso ahora -añadió Jesús en un tono más suave y conciliador- os ofrezco mi mano. Mi Padre os envió a los profetas y a los sabios. A los primeros los matasteis y a los segundos los perseguís. Entonces apareció Juan, proclamando la venida del Hijo del Hombre y a él le destruisteis, a pesar de que muchos habían creído en sus enseñanzas. Y ahora os preparáis para derramar más sangre inocente. ¿Comprendéis que llegará un día terrible en el que el Juez de toda la tierra os pedirá cuentas por la forma en que habéis rechazado, perseguido y destruido a estos mensajeros del cielo? ¿Comprendéis que debéis rendir cuenta de toda esta sangre honrada, desde el primer profeta, asesinado en los tiempos de Zechariah entre el Santuario y el altar? Y yo os digo más: si proseguís con esta conducta malvada, esa cuenta puede ser exigida, incluso, a esta misma generación. »¡Oh, Jerusalén e hijos de Abraham! Vosotros, que habéis apedreado a los profetas y asesinado a los maestros, incluso ahora reuniría a vuestros hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas... ¡Pero no queréis! »Ahora os voy a dejar. Habéis oído mi mensaje y tomado vuestra decisión. Los que han creído en mi evangelio están salvados. Los que habéis elegido rechazar el regalo de Dios no me veréis más enseñar en el templo. Mi trabajo está hecho. »¡Tened cuidado ahora! Yo sigo con mis hijos y vuestra casa queda desolada... Las crudas denuncias de Jesús de Nazaret habían cerrado toda posibilidad de reconciliación con los dirigentes del Sanedrín y de la clase sacerdotal de Jerusalén. Al terminar sus palabras, el Maestro ordenó a sus discípulos que le siguieran y todos salimos del templo, en dirección al campamento del Olivete. Pero en el ambiente de la ciudad santa quedó flotando una pregunta: «¿Qué suerte le aguardaba al rabí de Galilea?» Cuando nos disponíamos a salir, uno de los doce -Mateo, que recordaba la profecía de su Maestro en la cima del monte de las Aceitunas- se aproximó a Jesús y señalándole los pesados sillares de la muralla del Templo, le comentó con evidente incredulidad: -Maestro, observa de qué forma está construido esto. Mira las piedras macizas y los hermosos adornos. ¿Cómo puede ser que estas edificaciones vayan a ser destruidas? El rabí, sin aminorar su marcha por las calles de la ciudad, rumbo a la puerta de la Fuente, le dijo: -¿Habéis visto esas piedras y ese templo macizo? Pues en verdad, en verdad os digo que llegarán días muy próximos en los que no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas abajo. Y el gigante guardó silencio. El resto del grupo se enzarzó entonces en interminables polémicas, considerando que era muy difícil que aquella fortaleza pudiera ser demolida. «Ni siquiera el fin del mundo -llegaron a insinuar algunos de los apóstoles- podría ocasionar la destrucción del Templo.» El día apuntaba ya hacia el ocaso y Jesús, tratando de evitar a la muchedumbre de peregrinos que iban y venían por el valle de Kidrón, sugirió a sus discípulos que dejaran el camino que conducía a Betania, tomando uno de los senderos que discurre por la ladera sur del Olivete, en dirección norte. Al alcanzar una de las cimas, Jerusalén surgió de pronto a nuestra izquierda, majestuoso y bañado en oro por los últimos rayos solares. En el santuario