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Caballo de Troya J. J. Benítez acueducto de unos 300 estadios (casi 50 kilómetros)1. Pues bien, José de Arimatea fue uno de los principales suministradores de plomo y argamasa. Andrés conocía bien la casa y me guió directamente al espacioso patio -a cielo abiertodonde se hallaban el Maestro, sus discípulos, una treintena de griegos (los mismos que abordaron a Jesús en las primeras horas de la tarde del domingo y que, al parecer, habían recapacitado, buscando de nuevo al Maestro) y José, el de Arimatea, con los 19 miembros del Sanedrín que habían presentado su dimisión ante las graves irregularidades del supremo tribunal para con Jesús. La comida, consistente fundamentalmente en caza y legumbres, transcurría ya por el tercer plato cuando tomé asiento en un extremo de la mesa. El Nazareno, en tono cansino, parecía dirigirse a aquellos extranjeros de Alejandría, Roma y Atenas: -… Sé que mi hora se está acercando y estoy afligido. Percibo que mi gente está decidida a desdeñar el reino, pero me alegro al recibir a estos gentiles, buscadores de la verdad, que vienen hoy aquí preguntando por el camino de la luz. Sin embargo -prosiguió Jesús-, el corazón me duele por mi gente y mi alma se turba por lo que está ante mi... El Maestro hizo una pausa y los comensales se miraron entre sí, desconcertados ante aquella idea obsesiva que el rabí venía manifestando día tras día. Al entrar en el patio, yo había procurado apoyar mi vara sobre una de las paredes de mármol blanco, pulsando el clavo que ponía en marcha la filmación. Y a decir verdad, el tiempo que permanecí en la casa de José, mi atención estuvo más pendiente del cayado -y de que no fuera derribado por el sin fin de siervos que entraban y salían con los manjares- que de mi anfitrión y sus invitados. -… ¿Qué puedo decir -continuó Jesús- cuando miro hacia adelante y veo lo que va a ocurrirme? Pedro clavó sus ojos azules en su hermano Andrés, pero, a juzgar por el gesto de sus rostros, ninguno terminaba de comprender. -… ¿Debo decir: sálvame de esa hora horrorosa? ¡No! Para este propósito he venido al mundo e, incluso, a esta hora. Más bien diré y rogaré para que os unáis a mí: Padre, glorificad su nombre. Tu voluntad será cumplida. Al terminar la comida, algunos de los griegos y discípulos se levantaron, rogando al Maestro que les explicase más claramente qué significaba y cuándo tendría lugar la «hora horrorosa». Pero Jesús eludió toda respuesta. Mientras recogía mi vara, me llamó la atención un espléndido vaso de cristal, encerrado junto a una reducida colección de pequeñas piedras ovoides y esféricas en una vitrina de vidrio. José debió percatarse de mi interés por aquellas piezas y, aproximándose, me explicó que se trataba de un valioso vaso de diatreta, recubierto con filigranas de plata. Había sido hallado en la Germania y constituía un ejemplar único en el difícil arte del vidrio, tan magistralmente practicado por los romanos. En cuanto a las piedras -de unos cinco centímetros cada una-, formaban parte de otra colección singular. Eran antiguos proyectiles de honda, de pedernal y caliza, utilizados -según los antepasados de José- por la tropa «especial» de 700 soldados benjaministas zurdos, «capaces de disparar contra un cabello sin errar el golpe», tal y como cita el libro de los Jueces (20,16). -Es muy posible -insinuó José- que David utilizase una piedra similar en su lucha contra Goliat. Aquel breve encuentro con el venerable José -que debería rondar ya los sesenta años- fue de gran utilidad para los planes que Caballo de Troya había dispuesto para mi. Uno de mis objetivos, antes del anochecer del jueves, era justamente entablar contacto con el procurador romano en Jerusalén. Cuando le expuse mi deseo de celebrar una entrevista con Poncio Pilato, José se mostró dubitativo. Traté entonces de ganarme su confianza, explicándole que había trabajado como astrólogo al servicio de Tiberio y que, aprovechando mi corta estancia en 1 En su obra Guerras de los Judíos, Flavio Josefo, efectivamente, habla de este acueducto que constituyó otro de los graves errores de Pilato. Sin el menor tacto político, el procurador mandó utilizar el tesoro que los judíos llamaban «Corbonan» para traer el agua. Aquello provocó una revuelta, pero Pilato actuó con energía, ordenando que sus soldados golpearan a los manifestantes con porras y palos, dando lugar a una gran mortandad. Recientes descubrimientos arqueológicos han demostrado que el acueducto en cuestión iba hasta el monte de los Francos, en las cercanías de Belén, sobre el que se asentaba la fortaleza del Herodium. (N. del m.) 133