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Caballo de Troya J. J. Benítez por el mundo en el siglo IX de nuestra Era?1. Y si ellos no fueron los descubridores o creadores de semejante fórmula, ¿quién lo hizo? La conclusión inmediata sólo puede ser una: Yavé. Pero, aceptando esta hipótesis, ¿quién era este Yavé, capaz de transmitir unas fórmulas químicas tan precisas, adelantándose, además, a los tiempos? Y, sobre todo, ¿por qué un ser que se autodefinía como Dios establecía procedimientos tan injustos y horrendos a la hora de dilucidar la culpabilidad de una persona? Según los especialistas en toxicología y medicina legal, la mujer que ingería una sustancia de las características citadas en las aguas amargas» sufría un cuadro gastroenterítico. En realidad, con una dosis de 120 miligramos de este ácido arsenioso podía provocarse la muerte de la mujer. A los pocos minutos se presentaban los signos típicos: sed muy intensa, vómitos, deposiciones, calambres y facciones alteradas, provocando una muerte «asfíctica». Otros expertos en venenos opinaron que quizá las «aguas amargas» podían contener, en lugar del ácido arsenioso, otro potente tóxico, extraído de la víbora del desierto conocida por «Gariba». En este caso, y para hacer efectivo tan mortífero veneno, los sacerdotes introducían en la pócima la cal viva, que quemaba y desgarraba las mucosas internas de la desdichada, haciendo activo el veneno de la víbora, inocuo por vía oral2. Si las «aguas amargas» eran preparadas con este último veneno, siempre existía la posibilidad de «obrar el milagro». Bastaba con suprimir el tóxico producido por la «Gariba» o Echis Carinatus -muy frecuente en los desiertos de la península del Sinaí- para que la supuesta adúltera no sufriera daño alguno. Naturalmente, este «truco» -enseñado también por el sospechoso «Yavé»- se prestaba a numerosas manipulaciones de la ignorante multitud y ¡cómo no!-, a posibles chantajes por parte de los responsables de las mencionadas «aguas amargas». Un asunto digno de un estudio en profundidad... Con ciertas prisas, justificadísimas por supuesto, Andrés me fue conduciendo por las estrechas callejuelas de la parte baja de Jerusalén, hasta llegar a una casa situada entre la Sinagoga de los Libertos y la Piscina de Siloé, en el extremo meridional de la ciudad santa. La fachada, enteramente de piedra labrada, ostentaba sobre el pétreo dintel un escudo circular con una estrella de cinco puntas. En el hermoso altorrelieve, desgastado por el paso del tiempo, pude leer la palabra «Jerusalén», formada por las cinco letras hebreas, cada una de ellas situada entre las puntas de la no menos famosa estrella de David. José, el de Arimatea, noble decurión (una especie de asesor del Sanedrín, en virtud de su riqueza y estirpe noble: su familia procedía, como la de Jesús, del mítico rey David), era un personaje de gran prestigio en la ciudad santa. Su talante liberal, fruto, sin duda, de sus viajes por Grecia y el imperio romano, le había arrastrado desde un principio hacia las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Y aunque él había nacido en la aldea de Arimatea (hoy Rantís, al nordeste de Lidda), su infancia y juventud habían transcurrido casi por completo en Jerusalén. Aquella casa -según me contó a lo largo de aquel almuerzo- había sido levantada por sus antepasados, justamente sobre los restos de la antigua «Ciudad de David», en el promontorio llamado Ofel. Su considerable fortuna -amasada principalmente con los negocios de la construcción- le había permitido acondicionar aquella mansión con los más refinados lujos, notándose en toda su decoración una clara influencia helenística. Aquella profesión suya -y este fue uno de los aspectos que más me atrajo de José- le había permitido, además, un estrecho contacto con el procurador romano, Poncio Pilato. A su llegada a Judea, por orden del emperador romano Tiberio, Pilato desplegó una gran actividad. Una de sus primeras obras fue la construcción de un 1 Aunque los griegos y los romanos conocían los sulfuros de arsénico nativos, parece ser que no se tuvo conocimient