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Caballo de Troya J. J. Benítez Uno de los sacerdotes se destacó entonces de entre la muchedumbre y con paso decidido se situó frente a la joven, asiendo su túnica con la mano izquierda y a la altura del vientre. Después, de un fuerte tirón, desgarró la vestidura, dejando al descubierto unos pechos blancos y pequeños. El grito de la esposa fue ahogado prácticamente por el bramido de la multitud, excitada ante la contemplación de aquellos hermosos senos. Inmediatamente, el mismo sacerdote se colocó a espaldas de la mujer, procediendo a soltar su larga cabellera negra. Andrés, nervioso y disgustado, hizo ademán de retirarse. Tratando entonces de ganar tiempo y de aprovechar aquel lógico deseo de mi amigo de evitar tan lamentable suceso, tomé mi bolsa de hule y puse en su mano dos denarios de plata. Andrés me miró sin comprender. -Deseo pedirte un nuevo favor -le dije-. Es importante para mí adquirir una muestra de la tinta con la que ha sido escrita esa maldición... El galileo quedó perplejo. Y adelantándome a sus pensamientos, añadí: Confía en mi. Sabes que no puedo entrar en el Santu