Caballo de Troya
J. J. Benítez
el marido creía que su esposa le era infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a
confesar. Si se negaba a reconocer su culpa, la desdichada tenía que pasar por la prueba (una
especie de «juicio de Dios») de las «aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje
especial -compuesto, según reza en la Biblia, por tierra del Tabernáculo y la tinta con la que
escribía el ritual de las maldiciones, previamente diluida en agua- y, entre ceremonias
religiosas, daba a beber dicha poción a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que, si la
mujer era realmente culpable, el misterioso liquido atacaba sus entrañas, matándola. Por el
contrario, si era inocente, las «aguas amargas» no alteraban su organismo1.
Para una mente racional, aquella prueba dejaba mucho que desear en cuanto a su posible
objetividad. Pero, a decir verdad, lo que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella
pócima. ¿Qué podía contener?
Estaba ante una oportunidad única y supliqué a Andrés que me acompañara. Quería
presenciar la ejecución de la sentencia y, si fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta
utilizada para la fabricación de las «aguas amargas». Andrés comprendió a medias mi
aparentemente morboso deseo y a regañadientes consintió en concederme unos minutos.
Cruzamos bajo el arco de piedra de la Puerta Oriental, abriéndonos paso entre el gentío que
rodeaba ya a la patrulla. Varios levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de
unos diez metros de diámetro. En el centro, la mujer, siempre sujeta por los policías del
Templo, permanecía en pie, sollozando. Había sido vestida con una túnica negra y despojada de
todos sus adornos.
Mi compañero me explicó que aquélla era la última fase de un proceso que se había iniciado
en la mañana del pasado lunes. (Los jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían
precisamente los lunes y jueves de cada semana, para despachar los asuntos pendientes.) Este
caso de supuesto adulterio había sido llevado por el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces.
A petición de su marido, la sospechosa -una joven que no rebasaría los 20 años- había sido
conducida aquella mañana del lunes, 3 de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada y
atemorizada con fórmulas como la siguiente: «Hija mía, mucho pecado aporta el vino, mucho la
risa, mucho la juventud, mucho los malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de
Dios, que está escrito con santidad para que no sea borrado con el agua.»
Pero, a juzgar por lo que estaba sucediendo, la infeliz se había declarado inocente y el
Pequeño Sanedrín dictaminó que debía someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando
interrogué a Andrés sobre la suerte de aquella hebrea, en el caso de que se hubiera declarado
culpable, el apóstol me insinuó que no sabía qué podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el
Tribunal «soy impura», se le obligaba a firmar la renuncia a su dote, procediéndose entonces a
la consumación del libelo de divorcio. Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la
esposa quedaba en la más absoluta miseria, tenía que abandonar el hogar y a sus hijos, siendo
despreciada de por vida. Aquellas leyes establecían el derecho al divorcio, única y
exclusivamente de parte del hombre2. Esto se prestaba a constantes abusos, caprichos e
injusticias. Si el marido deseaba quedarse con la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al
mismo tiempo, recobrar su soltería, sólo tenía que acusar a la esposa de infidelidad. Una de
dos: o la mujer fallecía a causa de las «aguas amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con
las consecuencias ya mencionadas.
Tal y como sospechaba, era sumamente raro que la víctima sobreviviera a la ingestión de
aquel brebaje.
En suma, que aquella desgraciada, tras declarar que «era pura», había sido conducida a
través de la Puerta de Nicanor -tal y como marcaba la tradición- hasta la estrecha explanada
existente al pie de la muralla oriental del Templo, al mismo lugar donde se llevaban a cabo las
ceremonias de purificación de leprosos y parturientas.
1
Santa Claus, nuestro ordenador, completó mi información sobre las aguas amargas», añadiendo que ya en el
Código de Hammurabi existía un precedente similar. Sí una mujer resultaba sospechosa de adulterio, era arrojada a la
corriente del Éufrates. Sí salía con vida era considerada inocente. Sí perecía, su culpabilidad era manifiesta. (N. del m.)
2
La mujer judía sólo tenía derecho a pedir el divorcio si su marido ejercía una de estas tres profesiones: recogedor
de inmundicias de perro (basurero), fundidor de cobre o curtidor. (Lista recogida en el escrito rabínico Ketubot VII.
108.) Y ello se debía, únicamente, al mal olor producido por dichas actividades. La Ley estipulaba también que la esposa
podía solicitar el divorcio si, a partir de los 13 años, el marido la obligaba a hacer votos, abusando de su dignidad, o si
aquél padecía de lepra o pólipos. (N. del m.)
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