Test Drive | Page 128

Caballo de Troya J. J. Benítez el marido creía que su esposa le era infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a confesar. Si se negaba a reconocer su culpa, la desdichada tenía que pasar por la prueba (una especie de «juicio de Dios») de las «aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje especial -compuesto, según reza en la Biblia, por tierra del Tabernáculo y la tinta con la que escribía el ritual de las maldiciones, previamente diluida en agua- y, entre ceremonias religiosas, daba a beber dicha poción a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que, si la mujer era realmente culpable, el misterioso liquido atacaba sus entrañas, matándola. Por el contrario, si era inocente, las «aguas amargas» no alteraban su organismo1. Para una mente racional, aquella prueba dejaba mucho que desear en cuanto a su posible objetividad. Pero, a decir verdad, lo que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella pócima. ¿Qué podía contener? Estaba ante una oportunidad única y supliqué a Andrés que me acompañara. Quería presenciar la ejecución de la sentencia y, si fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta utilizada para la fabricación de las «aguas amargas». Andrés comprendió a medias mi aparentemente morboso deseo y a regañadientes consintió en concederme unos minutos. Cruzamos bajo el arco de piedra de la Puerta Oriental, abriéndonos paso entre el gentío que rodeaba ya a la patrulla. Varios levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de unos diez metros de diámetro. En el centro, la mujer, siempre sujeta por los policías del Templo, permanecía en pie, sollozando. Había sido vestida con una túnica negra y despojada de todos sus adornos. Mi compañero me explicó que aquélla era la última fase de un proceso que se había iniciado en la mañana del pasado lunes. (Los jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían precisamente los lunes y jueves de cada semana, para despachar los asuntos pendientes.) Este caso de supuesto adulterio había sido llevado por el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces. A petición de su marido, la sospechosa -una joven que no rebasaría los 20 años- había sido conducida aquella mañana del lunes, 3 de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada y atemorizada con fórmulas como la siguiente: «Hija mía, mucho pecado aporta el vino, mucho la risa, mucho la juventud, mucho los malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de Dios, que está escrito con santidad para que no sea borrado con el agua.» Pero, a juzgar por lo que estaba sucediendo, la infeliz se había declarado inocente y el Pequeño Sanedrín dictaminó que debía someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando interrogué a Andrés sobre la suerte de aquella hebrea, en el caso de que se hubiera declarado culpable, el apóstol me insinuó que no sabía qué podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el Tribunal «soy impura», se le obligaba a firmar la renuncia a su dote, procediéndose entonces a la consumación del libelo de divorcio. Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la esposa quedaba en la más absoluta miseria, tenía que abandonar el hogar y a sus hijos, siendo despreciada de por vida. Aquellas leyes establecían el derecho al divorcio, única y exclusivamente de parte del hombre2. Esto se prestaba a constantes abusos, caprichos e injusticias. Si el marido deseaba quedarse con la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al mismo tiempo, recobrar su soltería, sólo tenía que acusar a la esposa de infidelidad. Una de dos: o la mujer fallecía a causa de las «aguas amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con las consecuencias ya mencionadas. Tal y como sospechaba, era sumamente raro que la víctima sobreviviera a la ingestión de aquel brebaje. En suma, que aquella desgraciada, tras declarar que «era pura», había sido conducida a través de la Puerta de Nicanor -tal y como marcaba la tradición- hasta la estrecha explanada existente al pie de la muralla oriental del Templo, al mismo lugar donde se llevaban a cabo las ceremonias de purificación de leprosos y parturientas. 1 Santa Claus, nuestro ordenador, completó mi información sobre las aguas amargas», añadiendo que ya en el Código de Hammurabi existía un precedente similar. Sí una mujer resultaba sospechosa de adulterio, era arrojada a la corriente del Éufrates. Sí salía con vida era considerada inocente. Sí perecía, su culpabilidad era manifiesta. (N. del m.) 2 La mujer judía sólo tenía derecho a pedir el divorcio si su marido ejercía una de estas tres profesiones: recogedor de inmundicias de perro (basurero), fundidor de cobre o curtidor. (Lista recogida en el escrito rabínico Ketubot VII. 108.) Y ello se debía, únicamente, al mal olor producido por dichas actividades. La Ley estipulaba también que la esposa podía solicitar el divorcio si, a partir de los 13 años, el marido la obligaba a hacer votos, abusando de su dignidad, o si aquél padecía de lepra o pólipos. (N. del m.) 128