Caballo de Troya
J. J. Benítez
Los miembros del Templo deliberaron durante algunos minutos y, finalmente, uno de los
escribas, señalando uno de los papiros que llevaba anudado a su brazo derecho y que contenía
la Ley, respondió:
-El Mesías es el hijo de David.
Pero el Nazareno no se contentó con esta respuesta. Él sabía que existía una agria polémica
sobre si él era o no hijo de David -incluso entre sus propios seguidores- y remachó:
-Sí el Libertador es en verdad el hijo de David, cómo es que en el salmo que atribuís a
David, él mismo, hablando con el espíritu, dice: «El Señor dijo a mi señor: siéntate a mi
derecha hasta que haga de tus enemigos el escabel de tus pies.» Si David le llama Señor,
¿cómo puede ser su hijo?
Los fariseos y principales del templo quedaron tan confusos que no se atrevieron a
responder.
Hacia la hora quinta (las once de la mañana, aproximadamente), Jesús dio por concluida su
estancia en el Templo y, puesto que era el tiempo de la comida, se encaminó con sus discípulos
hacia la Puerta Triple con el fin -según me comentó el propio Pedro- de dirigirse a la casa de
José de Arimatea, en la ciudad baja. Al descubrir cómo me quedaba atrás, dispuesto a no
alterar, en la medida de lo posible, la intimidad del grupo, Andrés retrocedió y me invitó a
compartir con ellos la segunda comida del día. Mientras tanto, Jesús y los demás habían
cruzado ya entre las mesas de los cambistas y mercaderes, perdiéndose por la soberbia puerta
del muro sur del Templo.
Estaba a punto de aceptar, naturalmente, cuando un tumulto procedente de la cara más
oriental del Santuario nos hizo volver la mirada. Entre gritos desgarradores, una mujer estaba
siendo prácticamente arrastrada por las escalinatas de acceso al Pórtico Corintio. Una patrulla
de la policía del Templo (los levitas), posiblemente de los destacados en el atrio de las Mujeres,
se dirigía a través de la explanada donde nos encontrábamos, en dirección al Pórtico de
Salomón y, más concretamente, hacia la Puerta Oriental. Dos de los levitas de esta «guardia de
día» sujetaban a la hebrea por las axilas, mientras un tercero había hecho presa en sus pies,
soportando a duras penas los violentos movimientos de la muchacha. Detrás, medio ocultos
entre un enjambre de curiosos, marchaban uno de los guardianes de turno del Templo y varios
sacerdotes.
La multitud que se hallaba entre los puestos de los vendedores corrió al instante hacía la
patrulla, lanzando gritos de «¡adúltera!... adúltera!», como si aquel suceso fuera algo común y
hasta festejado por la turba.
Interrogué a Andrés con la mirada y el jefe del grupo, con expresión grave, lamentó aquella
sombría coincidencia, resumiendo el lamentable espectáculo con la siguiente frase:
-Son las «aguas amargas».
Recordé al instante que en una de mis investigaciones en los textos bíblicos Números (5,1131)1, Yavé especificaba el procedimiento a seguir con la mujer sospechosa de adulterio. Cuando
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Dice así el citado texto bíblico: «Habló Yavé a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Si la mujer de
uno fornicara y le fuese infiel, durmiendo con otro en concúbito de semen, sin que haya podido verlo el marido ni haya
testigos, por no haber sido hallada en el lecho, y se apoderase del marido el espíritu de los celos y tuviese celos de ella,
háyase ella manchada en realidad o no se haya manchado, la llevará al sacerdote, y ofrecerá por ella una oblación de la
décima parte de un efá de harina de cebada, sin derramar aceite sobre ella ni poner encima incienso, porque es minjá
de celos, minjá de memoria para traer el pecado a la memoria. El sacerdote hará que se acerque y se esté ante Yavé;
tomará del agua santa en una vasija de barro, y cogiendo un poco de la tierra del suelo del tabernáculo, lo echará en el
agua. Luego, el sacerdote, haciendo estar a la mujer ante Yavé, le descubrirá la cabeza y le pondrá en las manos la
minjá de memoria, la minjá de los celos, teniendo él en la mano el agua amarga de la maldición, y la conjurará,
diciendo: «Si no ha dormido contigo ninguno, y si no te has descarriado, contaminándote y siendo infiel a tu marido,
indemne seas del agua amarga de la maldición; pero si te descarriaste y fornicaste infiel a tu marido, contaminándote y
durmiendo con otro (aquí el sacerdote la conjurará con el juramento de execración, diciendo): Hágate Yavé maldición y
execración en medio de tu pueblo, y séquense tus muslos e hínchese tu vientre, entre esta agua de maldición en tus
entrañas para hacer que tu vientre se hinche y se pudran tus músculos.» La mujer contestará: «Amén, amén.» El
sacerdote escribirá estas maldiciones en una hoja, y las diluirá en el agua amarga, y hará beber a la mujer el agua
amarga de la maldición. Luego tomará de la mano de la mujer la minjá de los celos y la agitará ante Yavé, y la llevará
al altar; y tomando un puñado de la ofrenda de la memoria, lo quemará en el altar, haciendo después beber el agua a
la mujer. Dárale a beber el agua; y sí se hubiese contaminado, siendo infiel a su marido, el agua de maldición entrará
en ella con su amargura, se le hinchará el vientre, se le secarán los muslos, y será maldición en medio de su pueblo. Sí,
por el contrario, no se contaminó y es pura, quedará ilesa y será fecunda... Así el marido quedará libre de culpa, y la
mujer llevará sobre si su pecado.» (N. del m.)
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