Caballo de Troya
J. J. Benítez
Los cuatro amigos de Jesús guardaron silencio. Posiblemente, Santiago y Juan sí
comprendieron parte de las explicaciones del Maestro. No así los hermanos pescadores. Pedro,
rascándose nerviosamente la bronceada calva, siguió los pasos del Galileo, sumido en un sinfín
de cavilaciones.
Hacia las nueve y media de la mañana, Cristo y sus discípulos cruzaron bajo la llamada
Puerta Oriental, en la muralla este del templo, dirigiéndose hacia las escalinatas del atrio de los
Gentiles, lugar habitual de sus discursos y enseñanzas.
Los cambistas y vendedores de corderos y demás productos propios de la Pascua habían
vuelto a instalar sus mesas y tenderetes, aprovechando las primeras luces del alba. Todo
aparecía tranquilo. Ninguno de aquellos intermediarios hizo el menor gesto de desaprobación
cuando vieron entrar al rabí de Galilea y al reducido grupo de seguidores. Jesús, por su parte,
se dio perfecta cuenta de que aquel comercio sacrílego había vuelto por sus fueros. Pero, tal y
como ocurriese en otras muchas ocasiones, no prestó mayor atención. Aquella postura por
parte del Maestro confirmó mi convencimiento de que lo sucedido en la mañana del día anterior
se había debido fundamentalmente a una situación límite.
Muchos de los habitantes de Jerusalén, así como de los peregrinos que iban engrosando día
a día la población de la ciudad santa y alrededores, esperaban ya impacientes la aparición del
rabí de Galilea. La mayor parte, movida por una morbosa curiosidad, a la vista de los graves
acontecimientos registrados en la mañana del lunes en la explanada del templo y expectante
por la actuación que pudiera seguir el Sanedrín. Era un secreto a voces que Caifás y el resto del
gran consejo de justicia judío habían tomado la decisión de prender y ajusticiar a Jesús. Pero,
¿se atreverían a hacerlo en público? El propio rabí, a través de algunos de los «ancianos» y
fariseos que habían presentado su dimisión en el Sanedrín, estaba al corriente de estas intrigas
y de la oscura amenaza que se cernía sobre él. Por ello, muchos de los hebreos aplaudían en
secreto el valor del Nazareno, que no manife 7F&FV