Caballo de Troya
J. J. Benítez
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DE ABRIL, MARTES
A las 5.42 horas de aquel martes, con el alba, descendí del módulo, iniciando el camino de
regreso a Betania. El cielo había recobrado su hermoso azul celeste y la temperatura, aunque
ligeramente más baja que en días anteriores (la «cuna» registró once grados centígrados en el
momento de mi despedida de Eliseo), resultaba soportable.
Aquel breve período en el módulo, además de permitirme un corto pero profundo descanso y
un aseo completo, había servido para satisfacer un pequeño capricho, intensamente añorado en
aquellos cinco primeros días de exploración: poder desayunar «a la antigua usanza» (aunque
en este caso tan especial quizá habría que decir «a la futura usanza»...), tal y como tenía por
costumbre en los Estados Unidos. Así que bajo la mirada divertida de mi compañero, yo mismo
preparé los huevos revueltos, el bacon, las tostadas con mantequilla y dos generosas tazas de
café humeante.
Y con el ánimo dispuesto, tomé mi nuevo e inseparable «compañero» -la «vara de Moisés»-,
guardando en la bolsa de hule un diminuto micrófono, las lentes de contacto «crótalos», dos
esmeraldas, una cuerda de colores y la «carta» de un supuesto amigo de Tesalónica. Todo ello,
como iremos viendo, de suma importancia para el desarrollo de mi misión.
Conforme me aproximaba a Betania, siguiendo la misma vereda que había tomado la noche
anterior para mi regreso a la «cuna», una creciente curiosidad fue apoderándose de mí. ¿Qué
me depararía el destino en aquellos dos días -martes y miércoles- de los que apenas si se habla
en las crónicas evangélicas? ¿Qué haría Jesús de Nazaret durante las horas que precedieron a
su prendimiento?
Aquella inquietud me hizo acelerar el paso.
Cuando me hallaba a un tiro de piedra del camino que conduce de Jerusalén a Jericó, y que
atravesaba Betania, un espeso matorral me llamó la atención. Se trataba de bellos racimos de
juncias -de la especie «sultán»-, muy apreciadas por las mujeres judías. Yo sabía que las
hebreas gustaban de adornar sus cabellos con manojos de estas olorosas flores, extrayendo
también de sus pequeños tubérculos ovoideos (algo menores que las avellanas) una especie de
refrescante licor, de un sabor muy similar a la horchata.
Contento por mi descubrimiento, arranqué un copioso ramo y proseguí la marcha.
Al llegar a la aldea, el familiar ruido de la molienda del grano me puso sobre aviso: los
habitantes de Betania hacía tiempo que se afanaban en sus quehaceres y, presumiblemente, el
Maestro de Galilea -cons V