Caballo de Troya
J. J. Benítez
hallaba de espaldas y conversando con el grupo de mujeres- giró súbitamente la cabeza,
fijando primero su mirada en mí y, acto seguido, en la vara que yo sujetaba con mi mano
derecha. Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre. Pero el Maestro, en cuestión de
segundos, terminó por esbozar una ancha sonrisa a la que creo que correspondí, aunque no
estoy muy seguro... Por un momento creí que todo se venía abajo.
Los apóstoles y discípulos, que seguían todos y cada uno de los movimientos del Maestro,
asociaron aquella mirada y la inmediata sonrisa con mi presencia, no concediéndole más
trascendencia que la de un cálido saludo hacia un gentil que venía demostrando un abierto y
sincero interés por la doctrina del rabí.
Acto seguido, Jesús se dirigió a sus doce íntimos, dedicando a cada uno de ellos unas cálidas
palabras de despedida.
Y empezó por Andrés, el verdadero responsable y jefe del grupo de los apóstoles.
En uno de sus gestos favoritos, colocó sus manos sobre los hombros del hermano de Pedro,
diciéndole:
-No te desanimes por los acontecimientos que están a punto de llegar. Mantén tu mano
fuerte entre tus hermanos y cuida de que no te vean caer en el desánimo.
Después, dirigiéndose a Pedro, exclamó:
-No pongas tu confianza en el brazo de la carne, ni en las armas de metal. Fundamenta tu
persona en los cimientos espirituales de las rocas eternas.
Aquellas frases me dejaron perplejo. Casi inconscientemente asocié las palabras de Jesús
con aquellas otras, vertidas por el evangelista Mateo en su capítulo 16, en las que, tras la
confesión de Pedro sobre el origen divino del Maestro, éste afirma textualmente:
«...Bienaventurado tú, Simón Bar Jona..., y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré yo mi Iglesia...»
Al estudiar los Evangelios canónicos, durante mi preparación para la operación Caballo de
Troya, había detectado un dato -repetido en diferentes pasajes- que me produjo una cierta
confusión. Algunos parlamentos del Nazareno o sucesos relacionados con su nacimiento y vida
pública sólo eran recogidos por uno de los evangelistas, mientras que los otros tres no se daban
por enterados. Este era el caso del citado párrafo de San Mateo que sostiene la creencia entre
los católicos de que Jesús de Nazaret quiso fundar una Iglesia, tal y como hoy la entendemos. Y
desde el primer momento nació en mi una duda: ¿cómo era posible que una afirmación tan
decisiva por parte de Jesús no fuera igualmente registrada por Marcos, Lucas y Juan? ¿Es que
el Maestro de Galilea no pronunció jamás aquellas palabras sobre Pedro y la Iglesia? ¿Pudo ser
esta parte de la llamada «confesión de Pedro» una deficiente información por parte del
evangelista? ¿O me encontraba ante una manipulación muy posterior a la muerte de Cristo,
cuando las enseñanzas del rabí habían empezado a «canalizarse» dentro de unas estructuras
colegiales y burocráticas que exigían la justificación -al más «alto nivel»- de su propia
existencia?
Los acontecimientos que iba a tener ocasión de presenciar en la tarde y noche de ese mismo
martes, 4 de abril, confirmarían mis sospechas sobre la pésima recepción, por parte de los
apóstoles, de muchas de las cosas que hizo y que, sobre todo, dijo Jesús. Y aunque nunca
negaré la posibilidad de que el Galileo pudiera haber pronunciado esas palabras sobre Pedro y
su Iglesia, al escuchar aquella despedida personal del Maestro a Pedro, en el jardín de Simón,
«el leproso», mi duda sobre una posible confusión por parte de san Mateo creció sensiblemente.
Pedro, al escuchar aquellas emocionadas palabras -y en un movimiento reflejo que le
traicionó- trató de ocultar con su ropón la empuñadura de la espada que escondía entre la
túnica y la faja. Pero Jesús, simulando no haber visto dicho gesto, se colocó frente a Santiago,
diciéndole:
-No desfallezcas por apariencias exteriores. Permanece f