Caballo de Troya
J. J. Benítez
La oscuridad era total cuando inicié el ascenso del Olivete por su cara oriental. Yo había
advertido ya a Eliseo de mi inminente retorno al módulo, como consecuencia del cambio de
planes por parte del Maestro de Galilea. Tentado estuve de hacerme con una antorcha, a fin de
caminar con mayor seguridad por la trocha que discurría entre los olivares. Pero un elemental
sentido de la prudencia me hizo desistir.
El eco del microtransmisor instalado en la hebilla de mi manto llegaba nítidamente hasta la
«cuna». Eso me tranquilizó. Mi objetivo en aquellos momentos era alcanzar la cota superior del
monte de «las aceitunas», situada a la derecha de la vereda. Una vez localizado el calvero
pedregoso donde se hallaba posado el módulo, Eliseo se encargaría de conducirme mediante la
«conexión auditiva». Una hora antes, cuando regresábamos hacia Betania, yo había procurado
quedarme rezagado, anudando en una de las ramas de un acebuche -justamente en la cumbre
del Olivete- el pequeño lienzo blanco que me servía para secar el sudor y que, como el resto de
los hebreos, llevaba permanentemente arrollado en la muñeca derecha.
Tal y como presumía, y con el consiguiente respiro por mi parte, no llegué a cruzarme con
un solo caminante. Al distinguir la tela, ondeando suavemente al viento, aceleré el paso. Y tras
retirarla del olivo silvestre, abandoné el camino, internándome entre la maleza en dirección
norte. A mi izquierda, en la lejanía, se divisaban las luces amarillentas y parpadeantes de
Jerusalén. Una media luna surgía a intervalos entre las compactas bandas de nubes, facilitando
considerablemente mi aproximación a la nave. A los poco