Test Drive | Page 116

Caballo de Troya J. J. Benítez Se hizo un nuevo y espeso silencio. Los fariseos aguzaron sus oídos y, cuando consideraban que el impostor había caído en su propia trampa, el Galileo -con voz sonora y señalando con su dedo índice izquierdo hacia su propio pecho- afirmó: -Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Jesús dio por terminada su plática y descendió por las escalinatas, invitando a los discípulos a que le siguieran. La muchedumbre comenzó a dispersarse, sumida en multitud de comentarios. Evidentemente -por lo que pude escuchar- no habían comprendido el verdadero significado de aquella última y lapidaria frase de Cristo. -¿Casi cincuenta años ha estado este templo en construcción -se decían unos a otros- y aún dice que lo destruirá y levantará en tres días? Por supuesto, tampoco sus apóstoles captaron la intención del rabí. Sólo después -mucho después de su resurrección- se hizo la luz en sus corazones. Hacia las cuatro de la tarde, el grupo salía nuevamente de Jerusalén, rumbo a Betania. Mientras ascendíamos por la falda occidental del monte de los Olivos, haciendo así más corto el camino hacia la aldea de Lázaro, Jesús dio instrucciones a Andrés, Tomás y Felipe para que, a partir del día siguiente, martes, los discípulos preparasen un campamento en las cercanías de la ciudad santa. Aquello significaba que el Nazareno tenía la intención de instalar su lugar habitual de reposo -hasta ese momento en Betania- en los aledaños de Jerusalén. Pero, ¿por qué? ¿Qué nos reservaba el destino en aquellos dos días -martes y miércoles-, tan escasamente conocidos en lo que a las actividades del Maestro se refiere? La inesperada decisión de Jesús -no prevista, lógicamente, en nuestro programa de trabajo, ya que los textos evangélicos canónicos y apócrifos no hacen mención de este «campamento»-, iba a precipitar mi retorno al módulo, fijado por Caballo de Troya para el atardecer del martes, 4 de abril. Pocas horas después, precisamente en el anochecer de dicho martes, y a la vista de lo que aconteció, empecé a comprender por qué el rabí de Galilea había dado aquella orden... Por segunda vez, mientras caminábamos hacia Betania, tuve oportunidad de comprobar cómo la casi totalidad de los doce hombres de confianza de Jesús no había entendido el mensaje ni las intenciones del Nazareno. Sus comentarios y, sobre todo, sus silencios reflejaban una profunda confusión. La majestuosa acción de su Maestro a lo largo de esa mañana del lunes, arruinando el sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios del templo, les había devuelto las esperanzas en un Jesús poderoso, capaz de instaurar un «reino terrenal y político» en Israel. Pero, al llegar la tarde, el rechazo por parte de los sacerdotes judíos de sus enseñanzas les hizo caer de nuevo en la incertidumbre. Aquellos hombres presentían algo. A pesar de su escaso nivel cultural, el permanente contacto con la tensa realidad de aquellos días y las repetidas advertencias de Jesús de Nazaret sobre su próximo final les hacía intuir una catástrofe. Agarrotados por el miedo y las dudas, los discípulos se dirigieron a sus respectivos lugares de descanso, aunque -según comprobé a la mañana siguiente- muy pocos fueron los que lograron conciliar el sueño. Y aquella noche del lunes, 3 de abril del año 30, tras despedirme temporalmente de Lázaro y su familia, abordé la «cuna», iniciando los preparativos de la segunda fase de la exploración. Sin duda, la más trágica y apasionante de cuantas haya emprendido hombre alguno. 116