Caballo de Troya
J. J. Benítez
No me daba por vencido y Jesús lo sabía.
-Vas muy bien.
-¿Y qué hay por debajo de esa «energía»?
-Es que no hay arriba y abajo -atajó el Nazareno, saliendo al paso de mis atropellados
pensamientos-. El Amor, es decir, el Padre, lo es Todo.
-¿Por qué es tan importante el Amor?
-Es la vela del navío.
-Déjame que insista: ¿qué es el Amor?
-Dar.
-¿Dar? Pero, ¿qué?
-Dar. Desde una mirada hasta tu vida.
-¿Qué podemos dar los angustiados?
-La angustia.
-¿A quién?
-A la persona que te quiere...
-¿Y si no tienes a nadie?
El Maestro hizo un gesto negativo.
-Eso es imposible... Incluso los que no te conocen pueden amarte.
-¿Y qué me dices de tus enemigos? ¿También debes amarles?
-Sobre todo a ésos... El que ama a los que le aman, ya ha recibido su recompensa.
La conversación se prolongaría aún hasta bien entrada la madrugada. Ahora sé que mi
escepticismo hacia aquel hombre había empezado a resquebrajarse...
Cuatro horas más tarde, con el alba, Eliseo me despertó. La víspera, el Maestro había dado
órdenes precisas a sus discípulos para salir temprano hacia Jerusalén. Hacia las siete (dos horas
antes de la tercia), me personé en la casa de Simón, «el leproso». Jesús y los doce se hallaban
reunidos en el jardín. Esta vez, las indicaciones del rabí fueron mucho más concisas: nada de
ostentaciones y manifestaciones en público. Los apóstoles salvo los gemelos Alfeo, no se habían
recuperado de la experiencia del día anterior. Permanecían mudos, como abstraídos. Para ser
sinceros> ninguno conocía las intenciones de Jesús y éste, por otra parte, tampoco se mostraba
excesivamente explícito. Acudir a la ciudad santa constituía en aquellos momentos una caja de
sorpresas. El Sanedrín seguía acechante y los íntimos del Galileo no sabían qué podía
reservarles el destino.
Hacía las ocho de la mañana nos pusimos en camino. Jesús, como siempre, marchaba a la
cabeza.
Mientras ascendíamos por la ladera del Olivete, traté de sonsacar a los discípulos. ¡Qué
distinta fue aquella caminata! La alegría y entusiasmo del domingo anterior se habían
transformado en temor, expectación y confusionismo. Había un pensamiento común en aquellos
hombres: «¿Qué debían hacer: seguir con el Maestro o renunciar y retirarse?» Pero ninguno
tenía el valor suficiente como para enfrentarse a Jesús y exponerle sus inquietudes.
A eso de las nueve, el grupo entraba en Jerusalén. A juzgar por el trasiego de peatones, el
número de peregrinos había aumentado considerablemente. El Maestro, sin pérdida de tiempo,
se encaminó hacia el templo.
La proximidad de la Pascua mantenía la explanada de los Gentiles en plena ebullición. Los
puestos y tenderetes aparecían mucho más concurridos que en la tarde del domingo. Cientos
de judíos, de todas las clases sociales, se afanaban en comprar o cambiar sus monedas,
preparándose así para las obligadas ofrendas, para el pago del tributo al tesoro del santuario o,
simplemente, disponiendo la elección de una víctima sin mancha para la cena pascual.
Gradualmente, a causa de los abusos de los sacerdotes, la gente común había terminado por
acudir hasta aquellos «intermediarios», comprando allí sus corderos y aves. La astucia y
avaricia de aquellos servidores del templo habían llegado a tales extremos que cualquier animal
comprado fuera de aquel recinto podía ser rechazado, por causas «técnicas». En otras palabras,
los encargados de los sacrificios -que tenían la obligación de revisar previamente cada una de
las víctimas- podían echar atrás un cordero o una pareja de tórtolas, por el simple hecho de
estimar que el color del animal no era el adecuado. Esto representaba la vergüenza pública y, lo
que era peor, tener que adquirir una nueva víctima. Curándose en salud, los hebreos acudían
hasta este mercado, procurándose así unos animales de «total garantía». Como ya apunté
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