Caballo de Troya
J. J. Benítez
Sin embargo, el Cristo pareció arrepentirse al momento de aquellos pensamientos en voz
alta y añadió, de forma que todos sus seguidores pudieran oírle:
-Pero para esto he venido a esta hora...
Y levantando su rostro hacia el encapotado cielo de Jerusalén, gritó:
-¡Padre, glorifica tu nombre!
Lo que aconteció inmediatamente es algo que no sabría explicar con exactitud. Nada más
pronunciar aquellas desgarradoras palabras, en la base -o en el interior- de los cumulonimbus
que cubrían la ciudad (y cuya altura media, según me confirmó Eliseo, era de unos seis mil
pies) se produjo una especie de relámpago o fogonazo. De no haber sido por la potente y
metálica voz que se dejó oír a continuación, yo lo habría atribuido a una posible chispa
eléctrica, tan comunes en este tipo de nubes tormentosas. Pero, como digo, casi al unísono de
aquel «fogonazo», los cientos de personas que permanecíamos en la gran explanada pudimos
escuchar una voz que, en arameo, decía:
-Ya he glorificado y glorificaré de nuevo.
La multitud, los discípulos y yo mismo quedamos sobrecogidos. Al fin, la gente comenzó a
reaccionar y la mayoría trató de tranquilizarse, asegurando que «aquello» sólo había sido un
trueno. Pero todos, en el fondo de nuestros corazones, sabíamos que un trueno no habla...
Los hebreos volvieron a agolparse en torno al Maestro y éste les anunció:
-Esta voz ha venido, no por mi, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo: ahora
va a ser expulsado el príncipe de este mundo. Y yo, levantado de la tierra, atraeré a todos los
hombres hacia mí...
Pero, tal y como me temía, aquella turba no entendió una sola palabra. Los propios
discípulos se miraban entre sí, como diciendo:
«¿de qué está hablando?»
Algunos de los sacerdotes que habían salido del santuario al escuchar aquella enigmática
voz, le replicaron «que ellos sabían por la Ley que el Mesías viviría siempre». Jesús, sin
inmutarse, se volvió hacia los recién llegados y les contestó:
-Todavía un poco más de tiempo estará la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz
y que no os sorprenda la oscuridad:
el que camina en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz,
para que seáis hijos de la luz...
-Somos nosotros, los sacerdotes -arremetieron los representantes del templo, tratando de
ridiculizar a Jesús-, quienes tenemos la potestad de enseñar la luz y la verdad a éstos...
El rabí, señalando con su mano derecha a la muchedumbre, replicó:
-¡Ciegos!... Veis la mota en el ojo de vuestro hermano, pero no veis la viga en el vuestro.
Cuando hayáis logrado quitar la viga de vuestro ojo, entonces veréis con claridad y podréis
quitar la mota del ojo de éstos...
Jesús, entonces, cruzó las murallas del templo, seguido por sus más allegados.
La noche no tardaría en caer y el Maestro, tal y como tenía por costumbre, cruzó el barrio
viejo de Jerusalén, en dirección a la puerta de la Fuente, con el fin de descansar en Betania.
Durante la entrada triunfal del Nazareno en la ciudad la aglomeración había sido tal que,
francamente, apenas si tuve oportunidad de fijarme en las calles y edificaciones. Ahora, en
cambio, fue distinto. Al dejar atrás los 195 metros del muro exterior del hipódromo, el grupo se
deslizó por las estrechísimas callejas -casi todas en declive- de la ciudad vieja. Jerusalén se
dividía entonces en dos grandes núcleos: este sector por el que ahora circulábamos (conocido
también como sûq-ha-tajtôn o Akra) y la zona alta o sûq-haelyon, ubicada al noroeste. Ambas
«ciudades» estaban separadas por una depresión o valle: el Tiropeón. Aquella raíz -sûqdesignaba la naturaleza de ambos lugares. Esta palabra significa «bazar». Y eso es lo que pude
ver en este y en sucesivos recorridos por Jerusalén: un sinfín de «bazares» en los que se
vendía de todo.
Cada uno de los sectores de la ciudad estaba cruzado por sendas calles principales,
adornadas con columnatas: la gran calle del mercado, en la zona alta. Y la pequeña calle del
mercado, en la ciudad vieja1. Estas dos «arterias» comerciales estaban unidas por un enjambre
de calles transversales que constituían un laberinto. En esa red de callejuelas -la mayoría sin
1
Ésta corresponde a la actual calle el-Wad. (N. del m.)
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