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Caballo de Troya J. J. Benítez venderles una tórtola por nueve y diez ases. (Si tenemos en cuenta que el precio normal de estas aves en Jerusalén era de 1/8 de denario o 3 ases, las ganancias de estos usureros resultaban desproporcionadas.)1. Pero lo más irritante es que aquel saneado negocio era propiedad de la poderosa familia de Anás, ex sumo sacerdote. Esto sí explicaba la tolerancia del comercio de animales para el sacrificio en aquel lugar, a pesar de la santidad del mismo. (También aquella observación iba a resultar importante para comprender lo que sucedería al día siguiente.) Indignado con aquellas miserables actitudes de los «intermediarios», procuré distraerme, lijando un máximo de detalles de cuanto tenía a mi alrededor. Conté, incluso, el número de columnas del Pórtico Regio: 162 esbeltas pilastras de estilo corintio. Las balaustradas habían sido trabajadas en piedra. Una de ellas -de tres codos de altura (157,5 centímetros)- separaban el atrio interior y el exterior, accesible a nosotros, los paganos. En algunas zonas de esta balaustrada exterior habían sido grabadas también las mismas advertencias que yo había leído sobre varias de las puertas de acceso al templo. Los pórticos que rodeaban esta inmensa explanada -cuidadosamente enlosada con piedras de diferentes colores- estaban cubiertos con artesonados de madera de cedro, traída posiblemente de los bosques del Líbano. Cuando vi aparecer a los primeros discípulos, un grupo de griegos que había llegado en aquellos días a Jerusalén y que, por supuesto, habían oído hablar de Jesús, se acercaron a Felipe y le expusieron su deseo de conocer al Maestro. Jesús no había salido aún del templo y el discípulo fue a consultar al apóstol que, hasta después de la resurrección del Galileo, ostentaría la autoridad moral del grupo: Andrés, el hermano de Pedro. Este pescador me había llamado la atención desde un primer momento por su seriedad. Casi siempre aparecía silencioso, como preocupado y distante. Quizá esa introversión se debiera a su cultura rudimentaria o a su acentuada timidez. Era algo más delgado que su hermano, más o menos de la misma estatura (1,60 metros, aproximadamente), cabeza pequeña y cabello fino y abundante, a diferencia de Pedro, que sufría una extrema calvicie. Aparecía siempre pulcramente afeitado. Es de suponer que fuera algo mayor que Pedro, aunque la calvicie de aquél le hacia parecer más viejo. Andrés escuchó en silencio el mensaje de su compañero y, tras observar al grupo de griegos, regresó con Felipe al interior del Santuario. Al poco aparecía Jesús quien, gustosamente, departió con aquellos gentiles. Algunos de los griegos sabían del misterioso anuncio del rabí sobre su muerte y le interrogaron sobre ello. Jesús les respondió: -En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo arrojado a la tierra no muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto... -¿Es que es preciso morir para vivir? -preguntó uno de los gentiles visiblemente extrañado ante las palabras del Maestro. -Quien ama su vida -le contestó Jesús-, la pierde. Quien la odia en este mundo, la conservará para la vida eterna. -¿Y qué nos ocurrirá a nosotros -preguntaron nuevamente los griegos- si te seguimos? -El que se acerca a mí, se acerca al fuego. Quien se aleja de mí, se aleja de la vida. Uno de los que escuchaban interrumpió al Galileo, replicándole que aquellas palabras eran similares a las de un viejo refrán griego, atribuido a Esopo: «Quien está cerca de Zeus, está cerca del rayo.» -A diferencia de Zeus -comentó el Maestro- yo sí puedo daros lo que ningún ojo vio, lo que ningún oído escuchó, lo que ninguna mano tocó y lo que nunca ha entrado en el corazón del hombre. Si alguno de vosotros quiere servirme -concluyó- que me siga. Donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, mi Padre lo honrará... Pero los griegos no parecían muy dispuestos a ponerse a las órdenes del rabí y terminaron por alejarse. Jesús, sin poder disimula "7RG&