Caballo de Troya
J. J. Benítez
llegué a sumarías en su totalidad, pero dudo mucho que las mesas de los vendedores bajasen
de trescientas o cuatrocientas.
En su mayoría se trataba de «intermediarios», que comerciaban con los animales que debían
ser sacrificados en la Pascua. Allí se vendían corderos, palomas y hasta bueyes. En muchos de
los tenderetes, que no eran otra cosa que simples tableros de madera montados sobre las
propias jaulas o, cuando mucho, provistos de patas o soportes plegables, se ofrecían y
«cantaban» al público muchos de los productos necesarios para el rito del sacrificio pascual:
aceite, vino, sal, hierbas amargas, nueces, almendras tostadas y hasta mermelada. Y en
mitad de aquel mercado al aire libre pude distinguir también una larga hilera de mesas de los
llamados «cambistas» -griegos y fenicios en su mayoría- que se dedicaban al cambio de
monedas. La circunstancia de que muchos miles de peregrinos fueran judíos residentes en el
extranjero había hecho poco menos que obligada la presencia de tales «banqueros». Allí vi
monedas griegas (tetradracmas de plata, didracmas áticos, dracmas, óbolos, calcos y leptones
o «calderilla» de bronce), romanas (denarios de plata, sextercios de latón, dispondios, ases o
«assarius», semis y cuadrantes) y, naturalmente, todas las variantes de la moneda judía
(denarios, maas y pondios -todos ellos en plata- y ases, musmis, kutruns y perutás, en bronce,
entre otras).
Estos «cambistas» ofrecían, además, un importante servicio a los hebreos, ya que les
proporcionaban -«in situ»- el cambio necesario para poder satisfacer el obligado tributo o
contribución al tesoro del templo. Su presencia en el lugar, por tanto, era tan antigua como
tolerada. Y hago estas puntualizaciones previas porque, al día siguiente, lunes -3 de abril-, yo
iba a ser testigo de excepción de un hecho histórico -la mal llamada «expulsión de los
mercaderes del templo por Jesús»- que, a juzgar por lo que pude ver, no había sido descrita
correctamente por los evangelistas.
Mientras el Maestro y sus discípulos paseaban por entre los puestos de venta, contemplando
los preparativos para la Pascua, yo aproveché para cambiar algunas de mis pepitas de oro por
moneda romana y hebrea, a partes iguales. En total, y después de no pocos regateos con uno
de aquellos malditos especuladores fenicios, obtuve cuatrocientos denarios de plata y varios
cientos de ases o moneda fraccionaria por casi la mitad de mi bolsa.
Al contemplar al rabí de Galilea, rodeado de sus amigos, departiendo pacíficamente con
aquellos cientos de mercaderes, me asaltó una inquietante duda: ¿cómo podía mostrarse Jesús
tan tranquilo y natural con aquellos «cambistas» e «intermediarios», cuando el evangelio
afirma que, en una de sus múltiples visitas al templo, la emprendió a latigazos con ellos,
haciendo saltar por los aires las mesas? La explicación -lógica y sencilla- llegaría, como digo, al
día siguiente...
Poco a poco, la multitud que le había seguido, incluso, hasta la gran explanada que rodea el
Santuario, fue olvidando al Nazareno, y el Maestro, en compañía de sus discípulos, pene G,;2V