Caballo de Troya
J. J. Benítez
muchedumbre, Jesús de Nazaret, en silencio y con su peculiar paso rápido, dejó a la gente
plantada, entrando a la gran explanada del templo por la llamada puerta Doble.
Los diez apóstoles y las mujeres recordaron las órdenes de Cristo de no dirigirse
públicamente a los hebreos y, a regañadientes y malhumorados, siguieron al Maestro hasta el
interior del recinto. Yo permanecí unos instantes al pie del imponente muro sur del templo,
observando cómo parte de los que le habían venido aclamando se dispersaba, mientras otros
cientos se decidían finalmente por acompañar al Mesías.
Al penetrar en la gran explanada que rodeaba el santuario -y a pesar de haber visto aquel
formidable «rectángulo» desde el aire- quedé sobrecogido por la magnificencia de la obra.
Herodes se había jugado el todo por el todo en la construcción de aquel templo. Enormes
bloques de piedra -meticulosamente escuadrados y encajados (los mayores de 4,80 x 3,90
metros)- constituían las hiladas inferiores de los sillares. El inmenso patio de los Gentiles, que
rodeaba totalmente el santuario propiamente dicho, había sido cercado con una soberbia
columnata. Una balaustrada aislaba el templo de la zona destinada a los no judíos (el
mencionado atrio de los Gentiles). Sobre dos de sus trece puertas de acceso al interior, y en las
que montaban guardia los levitas o policías al mando de siete guardianes permanentes, pude
leer sendas advertencias -en griego- que, naturalmente, respeté en todo momento. Decían
textualmente: «Ningún extranjero puede penetrar dentro de la cerca y muralla en torno al
santuario. Todo el que sea sorprendido violando esta orden será responsable de la pena de
muerte que de ahí se seguirá.»
Realmente, los historiadores como Josefo o Tácito no habían exagerado al describir aquella
maravilla. Al ingresar en el gigantesco «rectángulo» -daba igual el acceso que se utilizase para
ello- uno quedaba deslumbrado por el lujo. Todas las puertas -tanto la Probática como la
Dorada o los pórticos Doble, Triple y el Real- habían sido recubiertas con planchas de oro y
plata. (Sólo había una excepción, aunque no me fue posible verificarlo ya que se hallaba en el
centro mismo del templo. Era la denominada Puerta de Nicanor. Según Josefo y la Misná,
«todas las puertas que allí había estaban doradas, exceptuada la puerta de Nicanor, pues en
ella había sucedido un milagro; según otros, porque su bronce relucía como el oro».)1
A aquellas horas del atardecer, con la luz solar incidiendo oblicuamente sobre Jerusalén, las
agudas puntas que sobresalían en el tejado -enteramente bañadas en oro- relucían y
destelleaban, proporcionando al conjunto un halo casi mágico y fascinante.
El patio de los Gentiles -en especial toda la zona próxima a las colum