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Caballo de Troya J. J. Benítez manifestación del pueblo judío, volcado con y por Jesús1, tuve la certidumbre de que el Maestro quiso dirigir sus pasos a través de aquel sector de Jerusalén, precisamente con una doble intención: permitir así un más prolongado y caluroso recibimiento que -de paso- le protegiera a El y a sus hombres contra la orden de caza y captura dictada por el Sanedrín. Aquel estallido fue tan sincero y clamoroso que, como ya he mencionado, los sacerdotes no se atrevieron a consumar el prendimiento. Al entrar en las calles de Jerusalén, la multitud se volvió tan expresiva que muchos de los jóvenes y mujeres, al alcanzar la rosaleda (único jardín permitido en la ciudad santa), arrancaron decenas de flores, arrojándolas al paso de Cristo. Aquel gesto desbordó los perturbados ánimos de los fariseos y escribas que habían ido saliendo al encuentro del «impostor» y algunos de ellos -los más audaces- se abrieron camino a codazos y empellones, cerrando la marcha del Nazareno. Alzando sus voces por encima del tumulto, los sacerdotes le gritaron a Jesús: -¡Maestro, deberías reprender a tus discípulos y exhortarles a que se comporten con más decoro! Pero el rabí, sin perder la calma, les contestó: -Es conveniente que estos niños acojan al Rijo de la Paz, a quien los sacerdotes principales han rechazado. Sería inútil hacerles callar... Si así lo hiciera, en su lugar podrían hablar las piedras del camino. Los fariseos, desalentados y rabiosos, dieron media vuelta y con la misma violencia, se perdieron en la cabeza de la manifestación, camino sin duda del templo, donde -según pude verificar poco después- el Sanedrín celebraba uno de sus habituales consejos. Estos sacerdotes dieron cuenta