¡Abre!
gritaba una voz desde fuera . ¡Abre pron-to, en nombre del cielo!
Ninguna razón tenía Ardan para acceder a una de-manda tan estrepitosamente formulada.
No obstante, se levantó y abrió la puerta, en el momento de it ésta a ce-der a los esfuerzos
del obstinado visitante.
El secretario del Gun Club penetró en el cuarto. No hubiera una bomba entrado en él con
menos ceremonias.
Anoche exclamó J. T. Maston al momento , nues-tro presidente, durante el mitin, fue
públicamente insul-tado. ¡Ha provocado a su adversario, que es nada menos que el capitán
Nicholl! ¡Se baten los dos esta mañana en el bosque de Skernaw! ¡Lo sé todo por el mismo
Barbi-cane! ¡Si éste muere, fracasan sus proyectos! ¡Es, pues, preciso impedir el duelo a
toda costa! ¡No hay más que un hombre en el mundo que ejerza sobre Barbicane bastante
imperio para detenerle, y este hombre es Michel Ardan!
En tanto que J. T. Maston hablaba como acabamos de referir, Michel Ardan, sin
interrumpirle, se vistió su ancho pantalón, y no habían transcurrido aún dos mi-nutos,
cuando los dos amigos ganaban a escape los arra-bales de Tampa.
Durante el camino, Maston acabó de poner a Ardan al corriente de todo el negocio. Le dio a
conocer las ver-daderas causas de la enemistad de Barbicane y de Ni-choll, la antigua
rivalidad, los amigos comunes que me-diaron para que los adversarios no se encontrasen
nunca cara a cara, y añadió que se trataba de una pugna entre plancha y proyectil, de suerte
que la escena del mitin sólo había sido una ocasión rebuscada desde mucho tiempo por el
rencoroso Nicholl para armar camorra.
Nada más terrible que esos duelos propios de los ame-ricanos, durante los cuales los dos
adversarios se buscan por entre la maleza y los matorrales, se acechan desde un escondrijo
cualquiera y se disparan las armas en medio de to más enmarañado de las selvas, como
bestias feroces. ¡Cuánto, entonces, deben de envidiar los combatientes las maravillosas
cualidades de los indios de las praderas; su perspicacia, su astucia, su conocimiento de los
rastros, su olfato para percibir al enemigo! Un error, una vaci-lación, un mal paso, pueden
acarrear la muerte. En estos momentos, los yanquis se hacen con frecuencia acompa-ñar de
sus perros, y, cazando y siendo cazados a un mismo tiempo, se persiguen a menudo durante
horas y horas.
¡Qué diablos de gente sois! exclamó Michel Ar-dan, cuando su compañero le explicó
con mucho realis-mo todos los pormenores.
Somos como somos
respondió modestamente J. T. Maston ; pero démonos prisa.
Él y Michel Ardan tuvieron que correr mucho para atravesar la llanura humedecida por el
rocío, pasar arrozales y torrentes, y atajar por el camino más corto, y aun así no pudieron
llegar al bosque de Skernaw antes de las cinco y media. Hacía media hora que Barbicane
debía de encontrarse en el teatro de la lucha.