Test Drive | Page 9

El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocu-paba en uno de los extremos del salón un ancho espacio entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña la-boriosamente tallada, afectaba en su conjunto las robus-tas formas de un mortero de treinta y dos pulgadas, apuntando en ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos quicios que permitían al presidente columpiarse como en una mecedora, que tan cómoda es en verano para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha de hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de exquisito gusto, hecho de una bala de cañón admirable-mente cincelada, y un timbre que se disparaba estrepito-samente como un revólver. Durante las discusiones aca-loradas, esta campanilla de nuevo género bastaba apenas para dominar la voz de aquella legión de artilleros so-breexcitados. Delante de la mesa presidencial, los bancos, coloca-dos de modo que formaban eses como las circunvalacio-nes de una trinchera, constituían una serie de parapetos del Gun Club, y bien puede decirse que aquella noche había gente hasta en las trincheras. El presidente era bas-tante conocido para que nadie pudiese ignorar que no hubiera molestado a sus colegas sin un motivo suma-mente grave. Impey Barbicane era un hombre de unos cuarenta años, sereno, frío, austero, de un carácter esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un temperamento a toda prueba, de una resolución inquebrantable. Poco caballeresco, aunque aventurero, siempre resuelto a trasladar del campo de la especu-lación al de la práctica las más temerarias empresas, era el hombre por excelencia de la Nueva Inglaterra, el nor-dista colonizador, el descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan funestas a los Estuardos, y el implacable enemigo de los aristócratas del Sur, de los antiguos caba-lleros de la madre patria. Barbicane, en una palabra, era to que podría calificarse un yanqui completo. Había hecho, comerciando con maderas, una fortu-na considerable. Nombrado director de Artillería duran-te la guerra, se manifestó fecundo en invenciones, audaz en ideas, y contribuyó poderosamente a los progresos del arma, dando a las investigaciones experimentales un in-comparable desarrollo. Era un personaje de mediana estatura, que por una rara excepción en el Gun Club, tenía ilesos todos los miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con carbón y tiralíneas, y si es cierto que para adivinar los instintos de un hombre se le debe mirar de perfil, Barbicane, mirado así, ofrecía los más seguros indicios de energía, audacia y sangre fría. En aquel momento permanecía inmóvil en su sillón, mudo, meditabundo, con una mirada honda, medio tapada la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra que parece hecho a propósito para los cráneos americanos. A su alrededor, sus colegas conversaban estrepitosa-mente sin distraerle. Se interrogaban, recorrían el campo de las suposiciones, examinaban a su presidente, y pro-curaban, aunque en vano, despejar la incógnita de su im-perturbable fisonomía.