El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocu-paba en uno de los extremos del salón un
ancho espacio entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña la-boriosamente tallada,
afectaba en su conjunto las robus-tas formas de un mortero de treinta y dos pulgadas,
apuntando en ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos quicios que permitían al presidente
columpiarse como en una mecedora, que tan cómoda es en verano para dormir la siesta.
Sobre la mesa, que era una gran plancha de hierro sostenida por seis obuses, se veía un
tintero de exquisito gusto, hecho de una bala de cañón admirable-mente cincelada, y un
timbre que se disparaba estrepito-samente como un revólver. Durante las discusiones
aca-loradas, esta campanilla de nuevo género bastaba apenas para dominar la voz de
aquella legión de artilleros so-breexcitados.
Delante de la mesa presidencial, los bancos, coloca-dos de modo que formaban eses como
las circunvalacio-nes de una trinchera, constituían una serie de parapetos del Gun Club, y
bien puede decirse que aquella noche había gente hasta en las trincheras. El presidente era
bas-tante conocido para que nadie pudiese ignorar que no hubiera molestado a sus colegas
sin un motivo suma-mente grave.
Impey Barbicane era un hombre de unos cuarenta años, sereno, frío, austero, de un carácter
esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un temperamento a
toda prueba, de una resolución inquebrantable. Poco caballeresco, aunque aventurero,
siempre resuelto a trasladar del campo de la especu-lación al de la práctica las más
temerarias empresas, era el hombre por excelencia de la Nueva Inglaterra, el nor-dista
colonizador, el descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan funestas a los Estuardos, y
el implacable enemigo de los aristócratas del Sur, de los antiguos caba-lleros de la madre
patria. Barbicane, en una palabra, era to que podría calificarse un yanqui completo.
Había hecho, comerciando con maderas, una fortu-na considerable. Nombrado director de
Artillería duran-te la guerra, se manifestó fecundo en invenciones, audaz en ideas, y
contribuyó poderosamente a los progresos del arma, dando a las investigaciones
experimentales un in-comparable desarrollo.
Era un personaje de mediana estatura, que por una rara excepción en el Gun Club, tenía
ilesos todos los miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con carbón y
tiralíneas, y si es cierto que para adivinar los instintos de un hombre se le debe mirar de
perfil, Barbicane, mirado así, ofrecía los más seguros indicios de energía, audacia y sangre
fría.
En aquel momento permanecía inmóvil en su sillón, mudo, meditabundo, con una mirada
honda, medio tapada la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra que parece
hecho a propósito para los cráneos americanos.
A su alrededor, sus colegas conversaban estrepitosa-mente sin distraerle. Se interrogaban,
recorrían el campo de las suposiciones, examinaban a su presidente, y pro-curaban, aunque
en vano, despejar la incógnita de su im-perturbable fisonomía.