europeo. Sin embargo, algunos de los más obstinados espectado-res no quisieron dejar la
cubierta del Atlanta, y pasaron la noche a bordo. J. T. Maston, entre otros, había clava-do
su mano postiza en un ángulo de la toldilla, y se hu-biera necesitado un cabrestante para
arrancarlo de su sitio.
¡Es un héroe! ¡Un héroe! exclamaba en todos los tonos . ¡Y comparados con él, con
ese europeo, noso-tros no somos más que unos muñecos!
En cuanto al presidente, después de suplicar a los espectadores que se retiraran, entró en el
camarote del pa-sajero y no se separó de él hasta que la campana del vapor señaló la hora
del relevo de la guardia de media-noche.
Pero entonces los dos rivales en popularidad se apretaron muy amistosamente la mano, y ya
Michel Ar-dan tuteaba al presidente Barbicane.
XIX
Un mitin
A1 día siguiente, el astro diurno se levantó mucho más tarde de to que deseaba la
impaciencia pública. Un sol destinado a alumbrar semejante fiesta no debía ser tan
perezoso. Barbicane, temiendo por Michel Ardan las preguntas indiscretas, hubiera querido
reducir el au-ditorio a un pequeño número de adeptos, a sus colegas, por ejemplo. Pero más
fácil le hubiera sido detener el Niágara con un dique. Tuvo, pues, que renunciar a sus
proyectos de protección y dejar correr a su nuevo amigo los peligros de una conferencia
pública.
El nuevo salón de la bolsa de Tampa, no obstante sus colosales dimensiones, fue
considerado insuficiente para el acto, porque la reunión proyectada tomaba todas las
proporciones de un verdadero mitin.
El sitio escogido fue una inmensa llanura situada fuera de la ciudad. Pocas horas bastaron
para ponerlo a cubierto de los rayos del sol. Los buques del puerto, que tenían de sobra
velas, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios necesarios para la
construc-ción de una tienda gigantesca. Un inmenso techo de lona se extendió muy pronto
sob &R