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todas sus salidas eran suyas y solamente suyas. Atropellando por todo y para todo, apuntaba en medio del pecho argumentos ad hominem certeros y seguros, y le gustaba defender con el pico y con las zarpas las causas desesperadas. Tenía, entre otras manías, la de proclamarse, como Shakespeare, un ignorante sublime y hacía alarde de des-preciar a los sabios. «Los sabios decía no hacen más que llevar el tanteo mientras nosotros jugamos.» Era un bohemio del mundo de las maravillas, que se aventuraba mucho sin ser por eso aventurero, una cabeza destorni-llada, un Faetón que se empeña en guiar el carro del Sol, un Ícaro con alas de reserva. Por to demás, pagaba con su persona, y pagaba bien; se arrojaba, sin cerrar los ojos, a las más peligrosas empresas; quemaba sus naves con más decisión que Agatocles; siempre dispuesto a romperse el alma o desnucarse, caía invariablemente de pies, como esos monigotes de médula de saúco con plo-mo en la base que sirven de diversión a los niños. En una palabra, su divisa era: A pesar de todo, y el amor a to imposible, constituían su pasión dominante. Pero aquel hombre emprendedor tenía como nin-gún otro los defectos de sus cualidades. Se dice que quien nada arriesga nada tiene. Ardan nada tenía y to arriesgaba siempre todo. Era un despilfarrador, un tonel de las Danaides. Perfectamente desinteresado, hacía tan buenas obras como calaveradas; caritativo, cabelleresco y generoso, no hubiera firmado la sentencia de muerte de su más cruel enemigo, y era muy capaz de venderse como esclavo para rescatar a un negro. En Francia, en la Europa en FW&