Era éste un hombre de cuarenta y dos años, alto, pero algo cargado de espaldas, como esas
cariátides que sostienen balcones en sus hombros. Su cabeza enérgica, verdadera cabeza de
león, sacudía de cuando en cuando una cabellera roja que parecía realmente una guedeja.
Una cara corta, ancha en las sienes, adornada con unos bi-gotes erizados como los del gato
y mechones de pelos amarillentos que salpicaban sus mejillas, ojos redondos de los que
partía una mirada miope y como extraviada, completaban aquella fisonomía eminentemente
felina. Pero la nariz era de un dibujo atrevido, la boca perfecta, la frente alta, inteligente, y
surcada como un campo que no ha estado nunca inculto. Un cuerpo bien desarrolla-do,
descansando sobre unas largas piernas, unos brazos musculosos, qué eran poderosas y bien
apoyadas palan-cas, y un continente resuelto, hacían de aquel europeo un hombre
sólidamente constituido, que más parecía forjado que fundido, valiéndonos de una de las
expresio-nes del arte metalúrgico.
Los discípulos de Lavater o de Gratiolet hubieran encontrado sin dificultad en el cráneo y
en la fisonomía de aquel personaje los signos indiscutibles de la contabi-lidad, es decir, el
valor en el peligro y de la tendencia a sobrepujar los obstáculos; los de la benevolencia y
los de apego a to maravilloso, instinto que induce a ciertos temperamentos a apasionarse
por las cosas sobrehuma-nas; pero, en cambio, las protuberancias de la adquisibi-lidad, de
la necesidad de poseer y adquirir, faltaban ab-solutamente.
Para completar el retrato físico del pasajero del Atlanta, es oportuno decir que sus vestidos
eran holga-dos, que no oponía el menor obstáculo al juego de sus articulaciones, siendo su
pantalón y su gabán tan suma-mente anchos que él mismo se llamaba la muerte con capa.
Llevaba la corbata en desaliño, y su cuello de cami-sa muy escotado dejaba ver un cuello
robusto como el de un toro. Sus manos febriles arrancaban de dos man-gas de camisa que
estaban siempre desabrochadas. Bien se conocía que aquel hombre no sentía nunca el frío,
ni en la crudeza del invierno, ni en medio de los peligros.
Iba y venía por la cubierta del vapor, en medio de la multitud que apenas le dejaba espacio
para moverse, sin poder estar quieto un momento. Pero él derivaba sobre sus anclas, como
decían los marineros, y gesticulaba y tuteaba a todo el mundo, y se mordía las uñas con una
avidez convulsiva.
Era uno de esos tipos originales que el Creador in-venta por capricho pasajero, rompiendo
el molde ense-guida.
En efecto, la personalidad moral de Michel Ardan ofrecía un campo muy dilatado a la
investigación de los observadores analíticos. Aquel hombre asombroso vivía en una
perpetua disposición a la hipérbole y no había traspasado aún la edad de los superlativos.
En la retina de sus ojos se juntaban los objetos con dimensiones des-medidas, de to que
resultaba una asociación de ideas gi-gantescas. Todo to veía abultadísimo y en grande, a
ex-cepción de las dificultades y los hombres, que los veía siempre pequeños.
Estaba dotado de una naturaleza poderosa, exorbi-tante, superabundante; era artista por
instinto, muy in-genioso, muy decidor, pero aunque no hacía nunca un fuego graneado de
chistes, el chiste que se permitía era siempre una descarga cerrada. En las discusiones se
cui-daba muy poco de la lógica; rebelde al silogismo, no to hubiera nunca inventado, y