«El vapor Atlanta, de Liverpool, se hizo a la mar el 2 de octubre con rumbo a Tampa,
llevando a bordo a un francés que, con el nombre de Michel Ardan, consta en la lista de los
pasajeros.»
Al ver esta confirmación del telegrama, los ojos del presidente brillaron con una llama de
satisfacción, se ce-rraron fuertemente sus puños y con violencia se le oyó murmurar:
¡Pues, es cierto! ¡Es, pues, posible! ¡Este francés existe! ¡Y estará aquí dentro de quince
días! Pero es un loco, y nunca consentiré...
Y, sin embargo, aquella misma tarde escribió a la casa Breadwill y Compañía para que
suspendiese hasta nueva orden la fundición del proyectil.
Expresar ahora la conmoción que se apoderó de toda América, el efecto que produjo la
comunicación de Barbicane, to que dijeron los periódicos de la Unión, el asombro que les
causó la noticia y el entusiasmo con que la acogieron y con que cantaron la llegada de aquel
hé-roe del antiguo continente; describir la agitación febril de cada individuo, que veía
transcurrir lentamente las horas; dar una idea, aunque imperfecta, de aquella obse-sión
fatigosa de todos los cerebros subordinados a un solo pensamiento; narrar el cese completo
de toda acti-vidad humana; la paralización de la industria y la sus-pensión del comercio
para presenciar la llegada del Atlanta; descubrir la animación de la bahía del Espíritu Santo,
incesantemente surcada por vapores, paquebotes, yates de placer, fly boats de todas las
dimensiones, enu-merar los millares de curiosos que cuadruplicaron en quince días la
población de Tampa y tuvieron que acam-par bajo tiendas como un ejército en campaña,
sería una pretensión temeraria superior a todas las fuerzas de los hombres.
El 20 de octubre, a las nueve de la mañana, los vigías del canal de Bahama distinguieron
una de