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¡Ridículo! ¡Absurdo! Durante algunos minutos, se pronunciaron todas las frases que sirven para expresar la duda, la incredulidad, la barbaridad y la locura, con acompañamiento de los aspavientos y gestos que se usan en semejantes circuns-tancias. Cada cual, según su carácter, se sonreía, o reía, o se encogía de hombros, o soltaba la carcajada. J. T. Mas-ton fue el único que tomó la cosa en serio. ¡Es una soberbia idea! exclamó. Sí le respondió el mayor , pero si alguna vez es permitido tener ideas semejantes, es con la condición de no pensar siquiera en ponerlas en práctica. ¿Y por qué no? replicó con cierto desenfado el se-cretario del Gun Club, aprestándose para el combate que sus colegas rehuyeron. Sin embargo, el nombre de Michel Ardan corría de boca en boca en la ciudad de Tampa. Extranjeros a indí-genas se miraban, se interrogaban y se burlaban, no del europeo, que era en su concepto un mito, un ente imagi-nario, un ser quimérico, sino de J. T. Maston, que había podido creer en la existencia de aquel personaje fabulo-so. Cuando Barbicane propuso enviar un proyectil a la Luna, la empresa pareció a todos natural y practicable, y no vier