unos diez. Mucho calor hacía aún en el fondo de aquel largo tubo de metal, se sentía dentro
alguna sofo-cación. ¡Pero qué alegría! ¡Qué encanto! Se colocó una mesa de diez cubiertos
en la recámara de piedra que sos-tenía el columbiad, alumbrado a giorno por un chorro de
luz eléctrica. Exquisitos y numerosos manjares que pa-recían bajados del cielo, se
colocaron sucesivamente de-lante de los convidados, y botellas de los mejores vinos se
apuraron profusamente durante aquel espléndido banquete a 900 pies bajo tierra.
El festín fue muy animado y también muy bullicio-so. Se entrecruzaron numerosos brindis:
se brindó por el globo terrestre; se brindó por su satélite; se brindó por el Gun Club; se
brindó por la Unión, por la Luna, por Febe, por Diana, por Selene, por el astro de la noche,
por la pacífica mensajera del firmamento. Los hurras, llevados por las ondas sonoras del
inmenso tubo acústico, llega-ban a su extremo como un trueno, y la multitud, coloca-da
alrededor de Stone's Hill, se unía con el corazón y con los gritos a los diez convidados
hundidos en el fon-do del gigantesco columbiad.
J. T. Maston no era ya dueño de sí mismo. Difícil se-ría determinar si gritaba más que
gesticulaba, y si bebía más que comía. Lo cierto es que no cabía de gozo en su pellejo, que
no hubiera dado su lugar por el imperio del mundo, aun cuando el cañón cargado, cebado y
hacien-do fuego en aquel instante, hubiera debido enviarle he-cho pedazos a los espacios
planetarios.
XVII
Un parte telegráfico
Pudiérase decir que estaban terminados los grandes trabajos emprendidos por el
Gun Club, y, sin embargo, tenían aún que transcurrir dos meses antes de enviar el
proyectil a la Luna. Dos meses que debían parecer largos como años a la impaciencia
universal. Hasta en-tonces los periódicos habían dado diariamente cuenta de los más
insignificantes pormenores de la operación, y sus columnas eran devoradas con avidez;
pero era de temer que en to sucesivo disminuyese mucho el divi-dendo de interés
distribuido entre todas las gentes, y no había quien no temiese que iba a dejar pronto de
per-cibir la parte de emociones que diariamente le corres-pondía.
No fue así. El más inesperado, el más extraordina-rio, más increiíble y más inverosímil
incidente volvió a fanatizar los ánimos anhelantes y a causar en el mundo una sorpresa y
una sobreexcitación hasta entonces des-conocidas.
Un día, el 30 de septiembre, a las tres y cuarenta y siete minutos de la tarde llegó a Tampa,
con destino al presidente Barbicane, un telegrama transmitido por el cable sumergido entre
Valentia (Irlanda), Terranova y la costa americana.
El presidente Barbicane rasgó el sobre, leyó el parte, y, no obstante su fuerza de voluntad
para hacerse dueño de sí mismo, sus labios palidecieron y su vista se turbó a la lectura de
las veinte palabras del telegrama.