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país con el experimento de Barbicane y los beneficios que produciría un cañonazo semejante. Tejas perdía por la elección de Barbicane un vasto centro de comercio, un ferrocarril y un aumento considerable de población. To-das estas ventajas las obtenía la miserable península flo-ridense, echada como una estacada en las olas del golfo y las del océano Atlántico. Así es que Barbicane participa-ba, con el general Santana, de todas las antipatías de Tejas. Sin embargo, aunque entregada a su furor mercantil y a su pasión industrial, la nueva población de Tampa no olvidó las interesantes operaciones del Gun Club. Todo to contrario. Seguía con ansia todos los pormenores de la empresa, y la entusiasmaba cualquier azadonazo. Hubo constantemente entre la ciudad y Stone's Hill un continuo it y venir, una procesión, una romería. Fácil era prever que, al llegar el día del experimento, la concurrencia ascendería a millares de personas, que de todos los puntos de la Tierra se iban acumulando en la circunscrita península. Europa emigraba a América. Pero es preciso confesar que hasta entonces la curiosidad de los numerosos viajeros no se hallaba entera-mente satisfecha. Muchos contaban con el espectáculo de la fundición, de la cual no alcanzaron más que el humo. Poca cosa era para aquellas gentes ávidas, pero Barbicane, como es sabido, no quiso admitir a nadie du-rante aquella operación. Hubo descontento, refunfuños, murmullos; hubo reconvenciones al presidente, de quien se dijo que adolecía de absolutismo, y su conducta fue declarada poco americana. Hubo casi una asonada alrededor de la cerca de Stone's Hill. Pero ni por ésas; Barbicane era inquebrantable en sus resoluciones. Pero cuando el columbiad quedó enteramente con-cluido, fue preciso abrir las puertas, pues hubiera sido poco prudente contrariar el sentimiento público mante-niéndolas cerradas. Barbicane permitió entrar en el re-cinto a todos los que llegaban, si bien, empujado por su talento práctico, resolvió especular en grande con la cu-riosidad general. La curiosidad es siempre, para el que sabe explotarla, una fábrica de moneda. Gran cosa era contemplar el inmenso columbiad, pero la gloria de bajar a sus profundidades parecía a los americanos el non plus ultra de la felicidad posible en este mundo. No hubo un curioso que no quisiese darse a toda costa el placer de visitar interiormente aquel abis-mo de metal. Atados y suspendidos de una cabria que funcionaba a impulsos del vapor, se permitió a los es-pectadores satisfacer su curiosidad excitada. Aquello fue un delirio. Mujeres, niños, ancianos, todos se impusie-ron el deber de penetrar en el fondo del ánima del colo-sal cañón preñado de misterios. Se fijó el precio de 5 dó-lares por persona, y a pesar de su elevado costo, en los dos meses inmediatos que precedieron al experimento, la afluencia de viajeros permitió al Gun Club obtener cerca de 500.000 dólares. Inútil es decir que los primeros que visitaron el co-lumbiad fueron los miembros del Gun Club, a cuya ilustre asamblea estaba justamente reservada esta pre-ferencia. Esta solemnidad se celebró el 25 de septiembre. En un cajón de honor, bajaron el presidente Barbicane, J. T. Maston, el mayor Elphiston, el general Morgan, el coronel Blomsberry, el ingeniero Murchison y otros miembros distinguidos de la célebre sociedad, en núme-ro de