Sin embargo, observaciones diarias permitieron comprobar modificaciones en el estado del
terreno. Hacia el 15 de agosto, la intensidad y densidad de los vapores había disminuido
notablemente. Algunos días después, la tierra no exhalaba más que un ligero vaho, último
soplo del monstruo encerrado en su ataúd de piedra. Poco a poco se apaciguaron las
convulsiones del terreno, y se circunscribió el círculo calórico; los espectadores más
impacientes se acercaron, ganaron un día 2 toesas y al otro 4; y el 22 de agosto, Barbicane,
sus colegas y el inge-niero pudieron llegar a la masa de hierro colado que aso-maba al nivel
de la cima de Stone's Hill, sitio sin duda muy higiénico, en que no estaba aún permitido
tener frío en los pies.
¡Loado sea Dios!
satisfacción.
exclamó el presidente del Gun-Club con un inmenso suspiro de
Se volvió a trabajar aquel mismo día. Procedióse in-mediatamente a la extracción del molde
interior para de-jar libre el ánima de la pieza; funcionaron sin descanso el pico, el azadón y
la terraja; la tierra arcillosa y la arena habían adquirido con el calor una dureza suma, pero
con el auxilio de las máquinas, se venció la resistencia de aquella mezcla que ardía aún al
contacto de las paredes de hierro fundido; se sacaron rápidamente en carros de vapor los
materiales extraídos, y se hizo todo tan bien, se trabajó con tanta actividad, fue tan
apremiante la in-tervención de Barbicane y tenían tanta fuerza sus argu-mentos, a los que
dio la forma de dólares, que el 3 de septiembre había desaparecido hasta el último vestigio
del molde.
Inmediatamente después, empezó la operación de alisar el ánima, a cuyo efecto se
establecieron con la ma-yor prontitud las máquinas convenientes, y se pusieron en juego
poderosos alisadores cuyo corte eliminó rápi-damente las desigualdades de la fundición. Al
cabo de algunas semanas, la superficie interior del inmenso tubo era perfectamente
cilíndrica, y el ánima de la pieza había adquirido un pulimento perfecto.
Por último, el 22 de septiembre, no habiendo aún transcurrido un año desde la
comunicación de Barbica-ne, la enorme máquina, calibrada rigurosamente y
abso-lutamente vertical, según comprobaron los más delica-dos instrumentos, estaba en
disposición de funcionar. No había que esperar más que a la Luna, pero todos te-nían una
completa confianza en que tan honrada señora no faltaría a la cita. La conocían por sus
antecedentes, y por ellos la juzgaban.
La alegría de J. T. Maston traspasó todos los límites, y poco le faltó para ser víctima de una
espantosa caída por el afán con que abismaba sus miradas en el tubo de 900 pies. Sin el
brazo derecho de Blomsberry, que el digno coronel había felizmente conservado, el
secretario del Gun Club, como un segundo Eróstrato, hubiera en-contrado la muerte en las
profundidades del columbiad.
El cañón estaba, pues, concluido, y no cabía duda al-guna acerca de su ejecución perfecta.
Así es que, el 6 de octubre, el capitán Nicholl, no obstante sus antipatías, pagó al presidente
Barbicane la segunda apuesta, y Bar-bicane en sus libros, en la columna de ingresos, apuntó
una suma de 2.000 dólares. Motivos hay para creer que la cólera del capitán llegó al último
extremo, causándole una verdadera enfermedad. Sin embargo, quedaban aún tres apuestas,