humedad del molde y la arrojaban por los espiráculos o respiraderos del muro de piedra
bajo la forma de impenetrables vapores. Aquellas nubes ficticias, subiendo hacia el cenit a
una altura de 500 toesas, desenvolvían sus densas espirales. Un salvaje errante, más a11á de
los límites del horizonte, hubiera po-dido creer en la formación de un nuevo cráter en las
entra-ñas de Florida, y sin embargo, aquello no era una erup-ción, ni una tromba, ni una
tempestad, ni una lucha de elementos, ni ninguno de los fenómenos terribles que es capaz
de producir la naturaleza. ¡No! El hombre había creado aquellos vapores cojizos, aquellas
llamas gigantes-cas dignas de un volcán, aquellas trepidaciones estrepito-samente análogas
a los sacudimientos de un terremoto, aquellos mugidos rivales de los huracanes y las
borrascas, y era su mano quien precipitaba en un abismo abierto por ella todo un Niágara
del humeante metal derretido.
XVI
El columbiad
¿La operación había tenido buen éxito? Acerca del particular no se podía juzgar más que
por conjeturas. Todo, sin embargo, inducía a creer que la fundición se había verificado
debidamente, puesto que el molde ha-bía absorbido todo el metal licuado en los hornos.
Pero nada en mucho tiempo se podría asegurar de una mane-ra positiva.