En efecto, la operación podía dar origen a peligros imprevistos, y, además, una gran
afluencia de espectado-res estorbaría tal vez para conjurar una catástrofe. Con-venía mucho
conservar la libertad de movimiento. Así es que a nadie se permitió entrar en el recinto, a
excep-ción de una delegación de individuos del Gun Club, que se había trasladado a
Tampa. Figuraban entre ella el entusiasta Bilsby, Tom Hunter, el coronel Blomsberry, el
mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para quienes la fundicion del columbiad era
una cuestión per-sonal. J. T. Maston se convirtió espontáneamente en su cicerone; no
omitió ningún pormenor; les condujo a to-das panes, a los almacenes, a los talleres, a las
máquinas, y les obligó a visitar uno tras otro, no obstante ser per-fectamente iguales, los mil
doscientos hornos. Al efec-tuar la visita mil doscientas, estaban algo cansados.
La fundición debía ejecutarse a las doce en punto del día. El día anterior se había invertido
principalmente en cargar cada uno de los hornos con ciento catorce mil libras de barras de
metal, colocadas de manera que deja-sen algunos huecos para que el aire inflamado pudiese
circular entre ellas libremente. Desde la madrugada, em-pezaron las mil doscientas
chimeneas a vomitar en la at-mósfera sus torrentes de llamas, y agitaban la tierra sor-das
trepidaciones. Había que quemar tantas libras de carbón de piedra cuantas eran las libras de
metal que ha-bía que fundir. Había, pues, 68.000 libras de carbón que proyectaban delante
del disco del sol un denso cortinaje de humo negro.
No tardó el calor en hacerse insoportable en aquel círculo de hornos cuyos ronquidos
parecían retumbos de trueno, aumentando el estrépito poderosos ventila-dores que en su
continuo soplo saturaban de oxígeno todos aquellos focos candentes.
El buen éxito de la operación de la fundición, de-pendía en gran parte de la rapidez con que
se la condu-jese. A una señal dada, que consistía en un cañonazo, todos los hornos a la vez
debían abrir paso al hierro derretido y vaciarse enteramente.
Tomadas estas disposiciones, maestros y trabajado-res aguardaron el momento fijado con
mucha impacien-cia y también con cierta zozobra. No había nadie en el recinto, y cada
maestro fundidor ocupaba su puesto cer-ca de los agujeros por donde debía salir el metal
licuado.
Barbicane y sus colegas contemplaban la operación desde una eminencia cercana, teniendo
delante un ca-ñón, pronto a ser disparado a una señal del ingeniero.
Algunos minutos antes de dar las doce, empezó el metal a formar gotas que se iban
dilatando, se fueron lle-nando poco a poco los receptáculos, y cuando el hierro, se hubo
derretido enteramente, se le dejó reposar un poco con el fin de facilitar la separación de las
sustancias heterogéneas.
Dieron las doce, sonó de pronto un cañonazo, per-diéndose en el aire, como un relámpago,
su resplandor momentáneo. Mil doscientas aberturas se destaparon a la vez, y mil
doscientas serpientes de fuego se arrastraron hacia el pozo central, desarrollando sus anillos
candentes. Al llegar el pozo, se precipitaron a una profundidad de 900 pies con espantoso
estrépito. Aquel espectáculo era conmovedor y magnífico. La tierra temblaba, y las olas de
metal hirviente, lanzando al cielo los torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la