Test Drive | Page 70

En efecto, la operación podía dar origen a peligros imprevistos, y, además, una gran afluencia de espectado-res estorbaría tal vez para conjurar una catástrofe. Con-venía mucho conservar la libertad de movimiento. Así es que a nadie se permitió entrar en el recinto, a excep-ción de una delegación de individuos del Gun Club, que se había trasladado a Tampa. Figuraban entre ella el entusiasta Bilsby, Tom Hunter, el coronel Blomsberry, el mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para quienes la fundicion del columbiad era una cuestión per-sonal. J. T. Maston se convirtió espontáneamente en su cicerone; no omitió ningún pormenor; les condujo a to-das panes, a los almacenes, a los talleres, a las máquinas, y les obligó a visitar uno tras otro, no obstante ser per-fectamente iguales, los mil doscientos hornos. Al efec-tuar la visita mil doscientas, estaban algo cansados. La fundición debía ejecutarse a las doce en punto del día. El día anterior se había invertido principalmente en cargar cada uno de los hornos con ciento catorce mil libras de barras de metal, colocadas de manera que deja-sen algunos huecos para que el aire inflamado pudiese circular entre ellas libremente. Desde la madrugada, em-pezaron las mil doscientas chimeneas a vomitar en la at-mósfera sus torrentes de llamas, y agitaban la tierra sor-das trepidaciones. Había que quemar tantas libras de carbón de piedra cuantas eran las libras de metal que ha-bía que fundir. Había, pues, 68.000 libras de carbón que proyectaban delante del disco del sol un denso cortinaje de humo negro. No tardó el calor en hacerse insoportable en aquel círculo de hornos cuyos ronquidos parecían retumbos de trueno, aumentando el estrépito poderosos ventila-dores que en su continuo soplo saturaban de oxígeno todos aquellos focos candentes. El buen éxito de la operación de la fundición, de-pendía en gran parte de la rapidez con que se la condu-jese. A una señal dada, que consistía en un cañonazo, todos los hornos a la vez debían abrir paso al hierro derretido y vaciarse enteramente. Tomadas estas disposiciones, maestros y trabajado-res aguardaron el momento fijado con mucha impacien-cia y también con cierta zozobra. No había nadie en el recinto, y cada maestro fundidor ocupaba su puesto cer-ca de los agujeros por donde debía salir el metal licuado. Barbicane y sus colegas contemplaban la operación desde una eminencia cercana, teniendo delante un ca-ñón, pronto a ser disparado a una señal del ingeniero. Algunos minutos antes de dar las doce, empezó el metal a formar gotas que se iban dilatando, se fueron lle-nando poco a poco los receptáculos, y cuando el hierro, se hubo derretido enteramente, se le dejó reposar un poco con el fin de facilitar la separación de las sustancias heterogéneas. Dieron las doce, sonó de pronto un cañonazo, per-diéndose en el aire, como un relámpago, su resplandor momentáneo. Mil doscientas aberturas se destaparon a la vez, y mil doscientas serpientes de fuego se arrastraron hacia el pozo central, desarrollando sus anillos candentes. Al llegar el pozo, se precipitaron a una profundidad de 900 pies con espantoso estrépito. Aquel espectáculo era conmovedor y magnífico. La tierra temblaba, y las olas de metal hirviente, lanzando al cielo los torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la