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Tenéis razón dijo el ingeniero Murchison . Debe-mos, en cuanto podamos, evitar los cursos de agua du-rante la perforación; pero si encontramos manantiales, no hay que amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o los desviaremos. No se trata de un pozo artesiano, estrecho y oscuro, en el que la terraja, el cubo, la sonda, en una palabra, todos los instrumentos del perforador, trabajan a ciegas. No. Nosotros trabaja-remos al aire libre, a plena luz, con el azadón o el pico en la mano, y con el auxilio de los barrenos saldremos pronto del paso. Sin embargo respondió Barbicans , si por la eleva-ción o naturaleza del terreno podemos evitar una lucha con las aguas subterráneas, el trabajo será más rápido y saldrá más perfecto. Procuremos, pues, abrir nuestra zanja en un terreno situado a algunos centenares de toe-sas sobre el nivel del mar. Tenéis razón, señor Barbicane; y, si no me engaño, no tardaremos en encontrar el sitio que nos conviene. ¡Ah! Ya quisiera haber dado el primer azadonazo ¡Y yo el último! dijo el presidents. exclamó J. T. Maston. Todo se andará, señores respondió el ingeniero , y, creedme, la compañía de Goldspring no tendrá que pagar indemnización alguna por causa de retraso. ¡Por Santa Bárbara que tenéis razón! replicó J. T. Maston . Cien dólares por día hasta que la Luna se vuel-va a presentar en las mismas condiciones, es decir, du-rante dieciocho años y once días, constituirían una suma de 650.000 dólares. ¿Sabíais eso? Ni tenemos necesidad de saberlo respondió el in-geniero. A cosa de las diez de la mañana, la comitiva había avanzado unas doce millas. A los campos fértiles sucedió entonces la región de los bosques. A11í se presentaban las esencias más variadas con una profusión tropical. Aque-llos bosques casi impenetrables, estaban formados de granados, naranjos, limoneros, higueras, olivos, albari-coques, bananos y cepas de viña, cuyos frutos y flores ri-valizaban en colores y perfumes. A la olorosa sombra de aquellos árboles magníficos, cantaban y volaban nume-rosísimas aves de brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un estuche de guardar joyas para ser digno de su magnífico y variado plumaje. J. T. Maston y el mayor, no podían hallarse en pre-sencia de aquella naturaleza opulenta, sin admirar su es-pléndida belleza. Pero el presidents Barbicane, poco sensible a tales maravillas, tenía prisa en seguir adelante. Aquel país tan fértil le desagradaba por su fertilidad misma. Sin ser hi-dróscopo sentía el agua bajo sus pies, y buscaba, aunque en vano, señales de una aridez incontestable.