Ni por ésas; el presidente no quería comprometer su última victoria.
Nicholl, exasperado por la incalificable obstinación de su adversario, quiso tentar a
Barbicane dejándole to-das las ventajas. Barbicane siguió terco en su negativa. ¿A cien
yardas? Ni a setenta y cinco.
A cincuenta exclamó el capitán insertando su de-safío en todos los periódicos ,
colocaré mi plancha a veinticinco yardas del cañón, y yo me colocaré detrás de ella.
Barbicane hizo contestar que aun cuando el capitán Nicholl se colocase delante, no
dispararía un solo tiro.
Nicholl, al oír esta contestación, no pudo contener-se y se deshizo en insultos; dijo que la
cobardía era indi-visible, que el que se niega a tirar un cañonazo está muy cerca de tener
miedo al cañón; que, en suma, los artilleros que se baten a 6 millas de distancia han
reemplazado prudentemente el valor individual por las fórmulas ma-temáticas, y que hay
por to menos tanto valor en aguar-dar tranquilamente una bala detrás de una plancha como
en enviarla según todas las reglas del arte.
Siguió Barbicane haciéndose el sordo. O tal vez no tuvo noticia de la provocación,
absorbido enteramente como estaba entonces por los cálculos de su gran em-presa.
Cuando dirigió al Gun Club su famosa comunica-ción, el capitán Nicholl se salió de sus
casillas; mezclába-se con su cólera una suprema envidia y un sentimiento absoluto de
impotencia. ¿Cómo inventar algo superior a aquel columbiad de 900 pies? ¿Qué coraza
podía idearse para resistir un proyectil de veinte mil libras?
Nicholl quedó abatido, aterrado, anonadado por aquel cañón, pero luego se reanimó y
resolvió aplastar la proposición bajo el peso de sus argumentos.
Atacó con violencia los trabajos del Gun Club, pu-blicando al efecto numerosas cartas que
los periódicos reprodujeron. Quiso demoler científicamente la obra de Barbicane.
Empeñado el combate, se valió de razones de todo género con harta frecuencia especiosas y
rebus-cadas.
Empezó a combatir a Barbicane por sus cifras. Se es-forzó en probar por A+B la falsedad
de sus fórmulas, y le acusó de ignorar los principios rudimentarios de la balística. Echó
cálculos para demostrar, amén de otros errores, que era absolutamente imposible dar a un
cuer-po cualquiera una velocidad de doce mil yardas por se-gundo; con el álgebra en la
mano sostuvo que aun en el supuesto de que se consiguiera esta velocidad, jamás un
proyectil tan pesado traspasaría los límites de la atmós-fera terrestre. Ni siquiera iría más
a11á de 8 leguas. Más aún, suponiendo adquirida la velocidad suficiente, la granada no
resistiría la presión de los gases desarrollados por la combustión de un millón seiscientas
mil li-bras de pólvora, y aunque la resistiera, no soportaría una temperatura semejante, se
fundiría al salir del colum-biad, y convertida en lluvia de hierro derretido, caería sobre el
cráneo de los imprudentes espectadores.